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El ruido de la pantalla de carga

Bienvenidos, auténticos creyentes, a La Tapa del Obseso, la sección de Raúl Sánchez.

Hace ya algunos años que fui a la casa de mi tío. Aquella casa era un cuchitril. Parecía que nadie había vivido allí en siglos. Todo sucio, desordenado, con mil cosas por las estanterías, algunas incluso metidas en bolsas: creía que lo de tener los cómics así era casi más de series como The Big Bang Theory y de dos o tres bichos raros más. Parece que mi tío era uno de ellos. Llevaba varios años muerto, tras varios años con rumores de haber pasado por instituciones para gente con problemas de salud mental.

Mi tío nunca había sido precisamente sociable. Se encerraba en su casa en cuanto tenía oportunidad, no quería saber nada del mundo exterior más allá de tener que trabajar o comprar comida. O ni eso: en cuanto llegó internet a su vida pedía las cosas para que se las llevaran a casa. Venía a veces a alguna comida familiar, hablaba poco, no parecía estar con nosotros, vestía con camisetas extrañísimas. Su falta de interés por los que estábamos por allí era evidente. Yo una de las pocas veces que vino me fijé. Miraba a algo en el vacío, como perdido. De repente entrecerraba los ojos y giraba la cabeza, como buscando algo que sólo él escuchase. Tras repetir aquello varias veces terminaba por irse sin decir nada a nadie. Se iba a su casa, claro.

Y ahora era yo el que heredaba la casa. Tampoco es que hablara más conmigo que con los demás. Pero en el testamento estaba yo. A veces pienso que fue la última vez que le ví, cuando me vió la camiseta de Dark Souls y se me quedó un rato examinándome. Es una de esas cosas que en su momento no le das importancia y en las que solo piensas cuando tratas de encontrar un sentido a las cosas. ¿Fue por eso? ¿fue otra cosa? Es imposible saberlo ya.

Aquello no olía nada bien. Pero nada. El polvo se acumulaba en las estanterías, los cientos de cómics de diferentes tamaños y ediciones se juntaban y doblaban como luchando por no caerse. Había libros, había figuritas, había ilustraciones de superhéroes firmadas con marco en la pared. Mirando en los armarios apenas había ropa. Muy poca, casi nada. La poca que había parecía tener el mismo tiempo que los cómics o incluso más. Había estanterías de videojuegos, la mayoría en cajas enormes, y eran casi todos de antes del siglo XXI, quitando alguna excepción.

Algunas bombillas no funcionaban, puede que la mitad. Los baños tenían el soporte para el papel higiénico en el suelo, oxidados. Parecía que prefería no ponerse a hacer nada de manitas, por ridículo o sencillo que fuera. Las desgastadísimas sillas y sofá me daban a entender, siguiendo toda mi labor detectivesca, que pasaba prácticamente todo el tiempo sentado frente a la televisión o leyendo. Podría haber ratas en las paredes y muy posiblemente le daría igual. De lo poco que estaba prácticamente nuevo era la cocina, no porque los electrodomésticos fueran muy modernos: es que parecían casi sin uso.

En fin, que no tenía claro ni porqué yo ni qué iba a hacer. Todo aquello no hacía más que hacerme una idea de lo inmensamente solo que estuvo mi tío. De lo solo que quería estar. Día tras día. Mes tras mes. Año tras año. Que muchísimas de esas cosas no llegaran al siglo XXI daba a entender que mi tío no pasó mentalmente de los 90, se quedó atrapado allí. No quería salir de allí. Prefería vivir (y morir) con su juventud y adolescencia. El mundo actual ya no era para él. O, al menos, eso estaba pensando mientras abría ventanas para que aquello dejara de oler así.

Abriendo un armario vi cajas con signos por fuera. Todo esto me estaba cansando y apenas llevaba allí una media hora. Me fui al salón para descansar, y cuando me senté en el cascadísimo sillón me encontré de frente con aquello. Con la caja. Una caja enorme en la mesita del salón, que quedaba a la altura de los ojos en cuanto te sentabas en el sillón. Parecía hecho a propósito. La abrí sin más.

Allí estaba un ordenador viejísimo. Un Amstrad CPC464, una reliquia de 8 bits de los años ochenta. Estaba todo, el monitor, el teclado, los juegos en cintas. Yo ni por casualidad he jugado a cosas de esa época. Aunque he tenido que sufrir a los viejos obsesionados con su infancia, con sus videojuegos de mierda, con sus diseños de niveles complicadísimos para disimular lo cortos que eran. La brasa que dan siempre en todos los foros de videojuegos. Pero en fin, que el autobús tardaría en pasar y no tenía nada mejor que hacer.

Tras enchufar todo milagrosamente se encendió. Puse un juego al azar, yo qué sé, aquel de “Almirante Graf Spee”. Tras buscar por el móvil vi como hacer que el juego se cargara. Y me puse a esperar. Las leyendas y batallitas de abuelo eran totalmente ciertas: el tiempo de carga es absurdamente largo. Veinte minutos para jugar a algo que cualquier juego de móvil actual supera en todo. Quién narices quiere jugar a esto hoy. Además, con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga.

Tal y como me esperaba, era injugable. Insoportable. Un control desquiciado, el barco va a saltos, no está claro cuando empezaban las batallas navales…por no mencionar que en la pantalla de carga el juego se llenaba de esvásticas y sonaba, de aquella manera, el himno alemán. Llevábamos a un submarino nazi al fin y al cabo.

Tras apagar el ordenador probé otro que era de Robin Hood. Pasé otros veinte minutos de carga, con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga. El personaje era ortopédico, saltaba como una persona con una sola pierna, nada del diseño del castillo tenía sentido, era paródicamente imposible.

Tras apagar el ordenador probé otro que se llamaba “Oh, mummy”. Pasé otros veinte minutos de carga, con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga. Era como un comecocos, pero tenías que rodear tumbas con tus pasos mientras te seguían momias, con una música cutre pero odiosamente pegadiza sonando sin parar. No había fin, ni historia, ni narrativa ni variabilidad de ningún tipo.

Tras apagar el ordenador probé otro más que no me acuerdo como se llamaba. Pasé otros veinte minutos de carga, con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga.

Y luego probé otro. Pasé otros veinte minutos de carga, con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga.

Luego no probé más, pero pasé otros veinte minutos con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga.

En algún momento salí de la casa para esperar el autobús, pero pasé otros veinte minutos con ese ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga. Tuve que volver a la casa de mi tío.

Tras varios días vino gente de fuera. De fuera de la pantalla de carga. Fuera de ese ruido chirriante, obsesivo e interminable. Llevaban ropas extrañas y hablaban desde muy lejos, aunque físicamente estaban a mi lado, mirándome extrañados.

Ya ha pasado todo. La casa de mi tío parece que está cerrada aunque un primo quiere quedársela. He oído a las personas con ropas extrañas rumores sobre mi salud mental. Dicen que justo al lado de la habitación donde estoy yo estuvo mi tío hace años. No son capaces de entender qué ha pasado en esa casa a dos personas distintas. Pero eso es por no querer escuchar lo que está claro que está sonando cada poco, justo ahora mismo: el ruido chirriante, obsesivo e interminable de la pantalla de carga.

Sed felices.

Raúl Sánchez
Raúl Sánchez
Arriba es abajo, y negro es blanco. Respiro regularmente. Mi supervivencia de momento parece relativamente segura, por lo que un sentimiento de considerable satisfacción invade mi cuerpo con sobrepeso. Espero que tal regularidad respiratoria se mantenga cuando duerma esta noche. Si esto no pasa tienen vds. mi permiso para vender mis órganos a carnicerías de Ulan Bator.
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