Hoy en nuestro retro-análisis revisitamos La Noche del Cazador (1955), única película dirigida en soledad por el legendario actor Charles Laughton y joya de la cinematografía mundial en la cual el no menos legendario Robert Mitchum compusiera a uno de los más inolvidables asesinos seriales que hayan pasado por la pantalla.
Bienvenidos a un nuevo retro-análisis, hoy dedicado a una obra maestra del séptimo arte que, de manera sorprendente, es la única película realizada por su director. Nos referimos a La Noche del Cazador (The Night of the Hunter, 1955) y a Charles Laughton, hasta allí actor de ganado prestigio tanto en el teatro como en el cine, siendo el Jorobado de Notre Dame su personaje más icónico.
El filme que hoy nos ocupa, primero y último que dirigió, es por cierto uno de los mejores de suspenso y terror jamás hechos, además de reunir los suficientes méritos narrativos y estéticos para incluso ocupar un lugar de honor en la cinematografía mundial. Es bueno aclarar que Laughton ya había trabajado en la dirección de El Hombre de la Torre Eiffel (1949), pero en colaboración con Franchot Tone y Burgess Meredith, que fue el único que apareció acreditado como director, lo que convierte a La Noche del Cazador en su primera y última película dirigida en soledad.
Con guion de James Agee, quien cuatro años antes había escrito para John Huston el de La Reina de África, la historia se basa en la novela homónima de Davis Grubb publicada dos años antes y que, al igual que en el caso de Laughton como director, era para el escritor su primera experiencia en ese formato literario, pues hasta entonces solo había escrito cuentos cortos. La misma, ambientada en años de la Gran Depresión, se basaba en la historia real de Harry Powers, delincuente ahorcado en 1932 por el asesinato de dos viudas y tres niños.
La película guarda gran fidelidad a la novela, pero es la fina estética de Laughton lo que marca diferencia y justifica su actual vigencia, así como el particular ritmo narrativo y sus tiempos, con cuatro primeras escenas que, aparentemente inconexas, nos dan las bases de la oscura trama que después se irá uniendo. Y no es un dato menor que en tres de las mismas haya involucrados niños.
La primera, que inicia la película, se presenta en forma de cuento infantil que una mujer mayor (Lillian Gish) relata a un grupo de niños mientras un cielo artificiosamente estrellado les hace de fondo (literal: las cabezas flotan en el espacio) y se deja oír una canción infantil que, por debajo de una aparente inocencia, suena ominosa y siniestra.
La segunda nos lleva a alguna comunidad rural del sur de Estados Unidos, donde otro grupo de niños, jugando y en macabro hallazgo, descubren en un cobertizo el cuerpo sin vida de una mujer que solo vemos parcialmente mientras la cámara, en impactante zoom, desciende y vuelve a alejarse.
La tercera nos muestra a un predicador de sombrero (Robert Mitchum) que, vestido de negro y conduciendo un auto modelo años treinta, habla alegremente con Dios mientras se pregunta qué le tendrá deparado ese día y exalta la necesidad de eliminar del mundo la lujuria y el pecado.
La cuarta nos presenta a Ben Harper (Peter Graves), un ladrón que viene de matar a dos guardias durante el atraco a un banco y que, antes de ser arrestado, deja los diez mil dólares del robo a sus pequeños hijos John y Pearl, escondiéndolos en la muñeca de esta última.
Luego, las historias se irán conectando. Harper será condenado a muerte, pero en prisión se encontrará con el predicador, cuyo nombre es Harry Powell (clara referencia a Harry Powers, personaje real que inspiró la novela) y se halla allí porque el auto en que viajaba era robado. Debido a que su delito es menor, logrará salir de la cárcel pero ya sabiendo que su ajusticiado compañero de celda ha escondido dinero en algún sitio que deberá rastrear.
Así es cómo llegará a la pequeña comunidad en que vive Willa (Shelley Winters), la viuda de Harper, así como sus dos hijos, los antes mencionados John y Pearl. Buscará hacerse amigo de ella e incluso manipularla convirtiéndose en pareja con tal de obtener lo que busca y que los niños, más desconfiados que su madre, le ocultan…
Un Villano Estremecedor
Cuando se comienza a desbrozar una película, suele hacérselo por sus virtudes, pero en este caso son tantas que no es fácil. Quizás lo mejor sería hacerlo por el villano tan increíblemente recreado por Robert Mitchum, quien, a pesar de sus indiscutibles dotes actorales, había sido hasta allí muchas veces acusado de repetir siempre personajes parecidos o, incluso, hacer de sí mismo. Pues eso tiene algo de cierto en la gran mayoría de sus películas, pero claramente no en esta…
El villano que compone Mitchum es inolvidable y la mejor prueba de ello es que la imagen de esas dos palabras que, como el Yin y el Yan, lleva escritas en los muñones de sus manos, haya quedado impresa en el recuerdo y la cultura popular más aún que el propio título de la película, pues la inmensa mayoría del público no relaciona una cosa con otra.
Se dice que cuando Laughton citó a Mitchum y le describió el personaje, lo definió como “una mierda diabólica”, a lo que el actor respondió levantando una mano y diciendo “presente”. Ello hizo no solo reír al director sino que además le convenció de que era definitivamente el indicado para un papel que había, por ejemplo, rechazado Gary Cooper por considerar que podía dañar su imagen y carrera.
No faltaron las comunidades religiosas que pusieron (justamente) el grito en el cielo al saber que el villano de la historia sería un predicador: estábamos, por cierto, en los cincuenta y la censura en su punto álgido. Pero Laughton logró sagazmente esquivarla dejando la suficiente ambigüedad como para que no acabemos de saber si Powell es un verdadero predicador o uno falso.
No se le puede, de hecho, negar a Mitchum coraje al aceptar un papel como este, que quizás haya iniciado la historia de los grandes asesinos seriales psicóticos en pantalla. Es cierto que el personaje tiene un móvil económico (el dinero escondido), pero lo envuelve en un discurso religioso fundamentalista a través del cual busca convencer a los demás, a sí mismo e incluso a Dios de que hay un fin superior. Es capaz de saltearse los mandamientos e incurrir en robo y asesinato, pero tales “deslices” son para él parte necesaria de su misión de servir a Dios y combatir el pecado y la lujuria.
Las palabras que lleva en sus muñones son “love” (amor) y “hate” (odio), escritas respectivamente en su mano derecha e izquierda porque la segunda, según él, es la que utilizó Caín para matar a Abel.
Se advierte además una fuerte represión sexual, que lo lleva a asesinar a mujeres que, según considera, lo arrastran al pecado. De algún modo preanuncia el Norman Bates de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), aunque este tendrá una base menos bíblica y más freudiana, así como un accionar más inconsciente.
Terrores Infantiles
Después del villano, los grandes protagonistas de la película son sin duda los niños. No es casual que la misma se inicie con una canción infantil cuyo tono siniestro ha dejado profunda huella sobre mucho del cine de terror posterior: cómo olvidar, por ejemplo, la siniestra cancioncilla de las películas de Freddy Krueger en los años ochenta y noventa.
Por encima de cualquier idealización de la niñez como etapa dulce y cándida, el filme deja claro que ser niño es también terrorífico al presentársenos todo enorme y desproporcionado. John queda traumado por la imagen de la policía arrestando por la fuerza a su padre y ello le volverá a reaparecer cuando le toque presenciar una escena similar.
La Noche del Cazador rompe con los asesinos y monstruos que no se metían con los niños, como en aquella célebre e icónica escena en que el monstruo de Frankenstein tomaba con dulzura la flor que una niña le obsequiaba. No es que no hubiera antecedentes en contrario: podemos recordar al pirata que, cuchillo entre dientes, se trepaba al palo mayor de La Hispaniola a los fines de dar cuenta de Jim Hawkins en La Isla del Tesoro (Victor Fleming, 1934), o a Joe acechando en la gruta a Tom y Becky en Las Aventuras de Tom Sawyer (George Cukor, 1938), pero siempre se trataba de situaciones puntuales o circunstanciales en que los niños habían visto algo que no debían.
En La Noche del Cazador, por el contrario, el eventual asesinato de los niños es tan importante en el plan de Harry como el de su madre. Y en ese sentido, la película recupera algo de la tradición de los antiguos cuentos infantiles europeos que buscaban justamente inducir miedo a los más pequeños para enseñarles a no confiar en nadie. Los hermanitos Harper, de hecho, no confían en ningún momento en Harry, cosa que su madre sí, y jamás le dirán en dónde está escondido el dinero.
A propósito: genial recurso el de jugar con algo que ellos saben y nosotros también, pero no el delincuente, lo cual nos crea una identificación con los niños a la vez que complicidad y, de alguna forma, nos hace sentir también como tales.
La Noche del Cazador marca también época al echar mano de la astucia infantil para resolver la historia, algo que veremos muchas veces en el cine de décadas posteriores. El asesino puede ser una pesadilla para los niños, pero también ellos para él y un niño puede llegar a ser particularmente irritante.
Puede haber en ello bastante de autorreferencia, pues a Laughton le costaba horrores congeniar con los más pequeños y en el rodaje se le puso muy difícil entenderse con quienes interpretaban a John y Pearl, siendo paradójicamente Mitchum quien debió oficiar de intermediario apelando a su costado paternal: exactamente al revés que su personaje.
Estética Única
Pocas películas en la historia han dado lugar a tantas imágenes icónicas: quizás solo El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980) o la mencionada Psicosis la superen en cantidad y no por tanto. La fotografía es, de hecho, otro de los elementos que hace grande a la película, estando a cargo de Stanley Cortez, quien ya había trabajado a las órdenes de Orson Welles. Lo que quería Laughton era darle al filme la fuerza estética del cine mudo que, según él, se había perdido con la llegada del sonoro, particularmente la nitidez de las copias de nitrato.
Es por eso que, como aquel cine, utiliza el recurso de dejar rodar el carrete hasta que se termina y pocos homenajes pueden ser más claros que las cabezas infantiles del inicio que, flotando contra ese cielo artificialmente estrellado, hacen acordar al Viaje a la Luna de Georges Méliès (1902). Pero también está el hecho de que el relato está en ese momento a cargo de Lillian Gish, gloria y leyenda del cine mudo que, en gran paradoja, oficia de narradora.
Se advierten claros homenajes al cine expresionista alemán, muy caro a Laughton, con imágenes que se volvieron altamente icónicas, como la sombra del predicador proyectada en la habitación de los niños desde el exterior mientras mira amenazadoramente a la casa bajo la luz de un farol: una escena que seguramente habrá ejercido alguna influencia sobre El Exorcista (1973), con la diferencia de que en la película de William Friedkin el mal estaba dentro y no fuera.
También la habitación de Willa tiene reminiscencias expresionistas. Los planos oblicuos e inclinados en muros y techo cumplen la función de recrear una arquitectura semejante a la de una capilla o iglesia, pero también remiten a esa joya muda alemana que fue El Gabinete del Doctor Caligari (Robert Wiene, 1920).
Particularmente inquietante y también famosa es la escena nocturna en que John y Pearl juegan en el exterior de la casa (en realidad están terminando de revisar el dinero escondido en la muñeca) mientras la ominosa silueta oscura de Harry, que les llama a cenar, se dibuja contra el frente de la vivienda.
También y especialmente sobrecogedora es la escena de la mujer sin vida en un auto y en el fondo del río, aún impactante al día de hoy. El año anterior se había estrenado La Mujer y el Monstruo (Jack Arnold, 1954), donde las escenas subacuáticas habían combinado el horror y la belleza de un modo nunca antes visto y algo de eso puede apreciarse aquí, pues ambos conceptos aparecen aterradoramente juntos cuando los cabellos flotan entre las algas como si fueran parte de las mismas: escena terrible y a la vez bella que por aquellos días habrá quitado el sueño a más de uno.
Y si hablamos de estética, claro, no podemos obviar la maravillosa secuencia del río en que los niños escapan en bote, casi una película en sí misma. El río cumple en la historia una triple función: es donde Harry lava sus pecados arrojando a sus víctimas, pero además la vía de escape a través de la cual estas pueden, como John y Pearl, huir llegado el momento. Y también el escenario de una lucha natural por la supervivencia en la cual los más pequeños siempre la tienen difícil.
Ello queda perfectamente graficado cuando el bote pasa por detrás de una telaraña tan artificiosa como el cielo del principio y la perspectiva hace que veamos a los niños pequeños e insignificantes en medio de la misma. Pero el bote sigue su curso: ellos no van a caer en ninguna trampa…
Jamás queda específicamente claro en dónde transcurre el arco principal de la historia: cuando John expresa de dónde viene, solo dice que es de “río arriba” y apenas sabemos que río abajo están Parkersburg y Cincinnati, pero no mucho más. Podría, por lo tanto, ser cualquier lugar de Ohio o bien, de manera más general, cualquier comunidad rural del sur de Estados Unidos en que haya predicadores fundamentalistas y fanáticos dispuestos a seguirlos.
La Señora Cooper
Si la hemos dejado para el final, no es en correspondencia con su importancia en la película, sino porque es justamente entonces cuando su personaje se vuelve decisivo. Se trata, claro, de la misma anciana que recitaba el cuento infantil del principio y en el cual, en bíblica referencia, llamaba a los niños a no confiar en “falsos profetas que se acercan con piel de cordero”.
Rachel Cooper vive en algún paraje a orillas del río y, como si se tratase de un mundo aparte, mantiene allí un hogar para huérfanos que, según deja entrever, reemplazan en su vida al hijo que alguna vez perdió. Es ella justamente quien da refugio a John y Pearl cuando vienen huyendo por el río y si bien aparece como un ángel protector, tampoco es la Madre Teresa: nalguea a los niños si se portan mal y se defiende con un rifle cuando el peligro acecha, en este caso el predicador…
Lillian Gish compone un personajazo con todas las letras y el guion está tan bien desarrollado que aun cuando no tenga tanto tiempo en pantalla (quizás menos de un tercio del filme), alcanza para conocer su intrigante personalidad y que se convierta en antagonista de Harry.
En una escena inolvidable, monta guardia sobre una silla mecedora con el rifle en su regazo mientras él acecha en la oscuridad, con el gran detalle de que ambos, cada uno por su cuenta, están cantando la misma canción, básicamente un himno religioso. Ello funciona como perfecta alegoría de lo distintas que pueden ser las interpretaciones. Rachel, al igual que Harry, también recita la Biblia, pero le da un sentido enteramente distinto y lo suyo es defender a los débiles. “Es un mundo duro para las cosas pequeñas” dice tristemente al ver en la noche a un búho capturar un conejo.
Valoración y Legado
Cuando se busca entender por qué Charles Laughton no volvió a dirigir después de La Noche del Cazador, podemos aventurar que quizás sea porque tampoco le quedaron tantos años por delante, ya que falleció en 1962. Pero al margen de ello, el fracaso de la película en taquilla (apenas una o dos semanas en cartel en la mayoría de las salas), así como también ( y cuándo no) la tibia respuesta de los críticos colaboraron para que así fuera. Tal vez los mismos críticos que luego la reivindicarían como clásico de culto.
La Noche del Cazador es sencillamente una película perfecta, hecha con un presupuesto de apenas seiscientos mil dólares. Aportó uno de los villanos más inolvidables de la historia del cine y sacó a Robert Mitchum del encasillamiento en que sus personajes le habían colocado: de hecho, volvería a hacer de asesino en la versión original de El Cabo del Miedo (J. Lee Thompson, 1962).
Pero además supo contar una historia de terror infantil impregnándola de elementos surrealistas y expresionistas con una estética única y una fotografía que, poesía pura y al igual que la historia narrada, se caracteriza por los contrastes. Al remake televisivo de 1991, dirigido por David Greene y protagonizado por Richard Chamberlain, le faltaba justamente todo eso.
El porqué de que no haya sido entendida en su momento por la crítica será materia de otro análisis para quien quiera hacerlo, pero no compete a este: alcanza con que a alguien le haya al menos picado la curiosidad por echarle a un vistazo a esta joya cinematográfica que, como la tela de la araña, le atrapará irremisiblemente…
Hasta pronto y sean felices…