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Taylor Swift – The Eras Tour (2023), en Disney+: impresiones de un rockero gruñón y largamente cincuentón

En versión extendida, ha llegado a Disney+ la película Taylor Swift: The Eras Tour que, dirigida por Sam Wrench, viene de pasar con enorme suceso por las salas cinematográficas recreando los conciertos de la última gira de la exitosa cantautora. Dicen que la curiosidad mató al gato, pero como no soy gato, estoy en condiciones de decir que, aun con más de cinco décadas y tantas horas de rock encima, he sobrevivido a la experiencia y logrado salir en una pieza. Les dejo mis impresiones…

Ok, seré honesto: entré a Taylor Swift -The Eras Tour sin la más mínima idea. Obviamente sé que Taylor Swift es una chica bonita que canta (o eso dicen) y que es seguida mayormente por una legión de adolescentes (sobre todo mujeres), como también que en cuestión de minutos es capaz de agotar cualquier show allí donde se presente. Pero si me pedían que tarareara alguna melodía suya antes de ver este filme, no me iba a salir absolutamente ninguna y tampoco estoy convencido de que ahora sí.

Para alguien que pasa largamente los cincuenta y cuyos oídos se han formado en los Beatles, Rolling Stones, Cream, Yes, Led Zeppelin, Jethro Tull, Rush, Jimi Hendrix, The Who, Deep Purple, Frank Zappa, The Clash, ZZ Top, Iron Maiden, Bruce Springsteen o Genesis, una película como esta es una experiencia totalmente primeriza.

Ojo, que tampoco es que sea un rocker cerrado, empedernido y fundamentalista: nunca tuve chaqueta de cuero ni Harley Davidson (con mi sueldo tampoco podría) y por mi formación pasó también mucha música clásica (mi primer amor cuando tendría siete años), así como abundantes dosis de blues, jazz, soul, funky o pop ochentero, sin olvidar la música electrónica europea o el tango, que aprendí a valorar cerca de los treinta. De pocas cosas puedo jactarme, pero sí de tener un oído amplio en el cual, sin embargo, jamás entró Taylor Swift.

Pues bien, Taylor Swift: The Eras Tour es un filme dirigido por Sam Wrench (todo un especialista en largometrajes musicales) que, básicamente y con un impresionante despliegue de cámaras, recrea los conciertos de la gira The Eras Tour, iniciada en marzo de 2023 y con final programado para diciembre de 2024. No se trata, sin embargo, de una película documental convencional o un “detrás de escena”: todas las imágenes se corresponden con las performances en vivo durante los shows de agosto de 2023 en el SoFi Stadium de Inglewood, California, donde la cantautora se presentó a lo largo de tres noches.

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Si tengo que hablar de las razones que me llevaron a echarle un vistazo a una película como esta, diría que son dos y ambas tienen que ver con la curiosidad: por un lado, llamó mi atención el inusual marketing de su estreno en cines, acordando directamente con las cadenas AMC Theatre y Cinemark en lugar de hacerlo con grandes estudios o distribuidoras y esquivando de paso las huelgas de guionistas y actores por no estar la cinta ligada a ninguna asociación sindical. En segundo lugar, me movía también un interés más sociológico que artístico en encontrar una explicación al fenómeno masivo detrás de la blonda muchacha.

Creo que no voy a descubrir la pólvora si digo que, como Katy Perry, Ariana Grande, Dua Lipa o tantas divas actuales de la canción, Taylor Swift tiene obviamente mucho de producto y cuesta determinar qué tanto es fabricación propia y qué tanto industria: probablemente cincuenta y cincuenta.

Tampoco es ningún secreto que, al igual que muchas de las cantantes mencionadas, explota su imagen a más no poder. Es sexy y lo sabe, lo que exacerba con vestuarios todo el tiempo cambiantes que inevitablemente realzan su figura y un par de piernas que no pierde oportunidad de exhibir: si se calza un catsuit, deja una de ellas al descubierto y si se pone un vestido, es cortísimo o bien tajeado.   Música e imagen están hoy tan mezcladas e interpenetradas que cuesta saber si se escucha con los oídos o con los ojos…

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Decir que la estructura visual del show es impresionante es decir poco: tres escenarios interconectados, uno de ellos con piso de pantalla led curva y una pasarela que puede convertirse en el gigantesco diapasón de una guitarra, una gran serpiente o un curso de agua, sin que nuestras simples mentes mortales entiendan adónde diablos va a parar Taylor cuando se zambulle y desaparece…

Todo está armado en función de ella. Es centro, diva y diosa de un espectáculo que tanto ella como el público perciben como su universo propio. Ni siquiera hay una banda a la vista y, de hecho, muchas veces canta sobre pistas o bien hay (no sé por qué) cuatro guitarristas a un mismo tiempo sobre el escenario, pero sin bajo, batería, teclado ni viento (que sí se oyen). En ocasiones, ella misma ejecuta una guitarra acústica en la cual rasga un par de acordes que a veces se escuchan y a veces no, o bien se sienta al piano en una tónica similar.

Y la gran pregunta: ¿canta realmente? Pues hay momentos en que claramente sí como otros en que claramente no (sobre todo cuando las coreografías son más exigentes), al igual que otros en que lo hace con una pista de su propia voz como fondo, contribuyendo ello a disimular imperfecciones al oído de quien escucha…

Y si con ello no alcanzara, están también el auto-tune y los micrófonos inteligentes que adaptan instantáneamente su registro a condiciones exteriores adversas como lluvia o viento: se hace difícil, por lo tanto, definir cuánto está realmente cantado “en vivo”. ¿Pero es acaso diferente lo que ocurría u ocurre en los shows de Madonna, Britney Spears, Jennifer Lopez o Kylie Minogue? Sería hipócrita negarlo e incluso Roger Waters, con muchos más pergaminos musicales encima, está cantando muy poco en sus últimos shows o bien lo hace con su propia voz de fondo…

Creo que la clave para apreciar este tipo de espectáculo es no entenderlo como un concierto en el sentido convencional del término. No vas a ver virtuosos músicos aporreando sus instrumentos ni grandes improvisaciones, como tampoco esperar que Taylor sea Aretha Franklin o Tina Turner.

Aquí nada es aleatorio ni está librado al azar: todo está cuidadosamente calculado y lo que muestran las pantallas interactúa sincronizada y minuciosamente con lo que vemos en el escenario.

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El show está armado en diez sets de canciones que se corresponden con cada uno de sus discos (sí, es una chica prolífica y, rareza absoluta hoy día, lanza uno o dos por año), lo que implica una estética diferente según cuál sea la “era” que de su historia personal sea recreada: puede ser una oficina, un ambiente de preparatoria o un bosque mágico. Y todo es, desde luego, una gran mentira, cosa que bien sabe y busca un público incondicional cuyo ídolo puede estar o no cantando y no tener banda sobre el escenario, pero que resume su relación con ella en el clásico “miénteme que me gusta”.

Taylor no es una gran cantante, pero tiene una dulce voz y demuestra una interesante amplitud de registro cuando la misma suena limpia y sin pistas de fondo, como en los momentos acústicos. Tampoco es gran bailarina ni gran compositora, pero la combinación de tantas dotes aparentemente limitadas conforman un todo atractivo que no solo funciona sino que además genera en su público un magnetismo muy especial.

Nunca descuida a sus fans: si llevó su gira a película habrá sido para ganar más dinero, pero también para llegar a quienes se han quedado fuera de los conciertos por no conseguir tickets o no poder pagarlos: ¿cómo no van a idolatrarla? Y cuando les habla, lo hace tan hábilmente que su monólogo parece diálogo y hasta les alimenta la fantasía al señalarlos como si les estuviera viendo, cosa que obviamente no hace porque la multitud permanece casi todo el tiempo a oscuras o tenuemente iluminada  por los teléfonos móviles que de un tiempo a esta parte han reemplazado a los encendedores de antaño.

Todo funciona alrededor de ella: cuando entra al escenario, lo hace en absoluta soledad, como si el planeta entero debiera rendirse a su presencia.  Y cuando lo comparte con sus bailarines, suele ubicarse en un punto elevado por sobre ellos.

Taylor sabe jugar con su público tanto a la inaccesibilidad como a la identificación, haciéndose ese doble juego palpable en los distintos vestuarios que luce a lo largo del show y que, si bien diseñados por los más grandes modistos del mundo, logran captar y reflejar el gusto estético de una platea diversa, pero mayoritariamente femenina o gay (no es prejuicio, es estadística).

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Quizás una de las claves de su éxito resida en su habilidad para presentarse a la vez empoderada y femenina, conceptos que han andado de divorcio los últimos años. Taylor es ama y señora de un mundo en el que, al menos a la vista, no hay hombres que decidan.  Pero a la vez libra de culpas a muchas jovencitas que la toman como referente y no creen ni aceptan que ser sexy e independiente sean cosas contrapuestas.

En Conclusión…

Advertencia: la película dura casi dos horas con cincuenta minutos y la versión extendida estrenada en Disney+ (promocionada cual corte de director como Taylor´s Version) tiene incluso unos cuarenta minutos más. Puede su visionado ser algo difícil y agobiante para quien nunca haya escuchado a Taylor o no guste en demasía de su música (de hecho, yo la vi en tres partes), pero es una experiencia visualmente avasallante y alcanzan unos pocos minutos para entender la magnitud de un fenómeno que, repito, no debe ser juzgado con criterios musicales.

Como decía al principio, no estoy seguro de ser ahora, después de ver la película, capaz de tararear algo de Taylor, pero voy a admitir que me gustaron un par de canciones que, según pude comprobar, corresponden a sus álbumes Reputation (2017) y Evermore (2020). Fui entonces a Spotify para dar una oída a los mismos, pero faltaban el bosque, la cabaña, la serpiente, el agua, las esferas luminosas, las botas brillantes y el carisma escénico de Taylor. Me sentí viejo nuevamente…

Hasta la próxima y sean felices…

Rodolfo Del Bene
Rodolfo Del Bene
Soy profesor de historia graduado en la Universidad Nacional de La Plata. Entusiasta del cine, los cómics, la literatura, las series, la ciencia ficción y demás cosas que ayuden a mantener mi cerebro lo suficientemente alienado y trastornado.
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