El director alemán Christian Petzold (Phoenix, Bárbara), estrenó el pasado 14 de junio una película que ha pasado bastante desapercibida en nuestro país. El cielo rojo (Rotter Himmel) ganó el Gran premio del jurado en el Festival de Berlín 2023 y, aunque ha tardado, ya está disponible en salas de cine españolas. En su película, el alemán traza una historia inabarcable en su aparente sencillez y minimalismo, en que de una forma pasmosamente relajada desgrana el concepto de individualidad, a través de las relaciones sociales, el amor y la masculinidad. Una delicia que encandila desde los primeros acordes.
Tráiler de El cielo rojo (2023) de Christian Petzold
Un verano caluroso y seco, como tantos en los últimos años. Los incendios forestales son incontrolables. Cuatro jóvenes se reúnen en una casa de vacaciones junto al mar Báltico. Leon (Thomas Schubert) busca un lugar tranquilo en que terminar su segunda novela junto a su amigo Felix (Langstone Uibel) que, muy distinto a él está preparando un portfolio fotográfico. Devid (Enno Trebs) es el socorrista de la playa y Nadja (Paula Beer) una chica que trabaja como temporera en el hotel costero. Lenta e imperceptiblemente son cercados por las llamas. Un cielo rojo se cierne sobre ellos. Dudan, tienen miedo, pero no por los incendios; es el amor lo que les asusta.
Poster de El cielo rojo (2023) de Christian Petzold
El centro del mundo. Desentrañando el egocentrismo
La película comienza con dos amigos que viajan a algún lugar que desconocemos, así como sus intenciones. Es interesante este juego planteado desde el inicio, en que los personajes poseen una información total, o casi, que nosotros no, por lo que la atención y el interés se acrecientan. Felix advierte un extraño ruido del coche, que Leon parece no oír (“yo no oigo nada”), una breve elipsis nos conduce al vehículo averiado y la pareja de amigos sin medio de transporte. Un sutil detalle que pasa inadvertido en este momento, pero retorna al subconsciente cuando terminamos la película: Leon no escucha la avería porque no le importa nada de su exterior, se cree el centro del mundo, no quiere gastar energía en aspectos que no le incumben directamente. Esta característica define su personaje y lugar en la película.
Uno de los temas principales —ligado, por su puesto, a otros muchos— de El cielo rojo es el egocentrismo, cuya presencia se razona con gran virtud. No hay ningún alarde de efusividad ni subrayados innecesarios, lejos de esto, Petzold refleja las inquietudes de su(s) personaje(s) mediante un sosiego epatante, a través de pequeños y repetidos detalles, tanto dialécticos como, sobre todo, gestuales.
En varios momentos Leon expresa su incomodidad e indiferencia, o más bien rechazo por un exterior al que se siente superior: durante esas distendidas cenas en el jardín, en que los demás conversan con disposición entre vino y vivencias, primeros planos del joven distante y apático rompen continuamente la norma, construyendo su personalidad desde el silente semblante, sin discursos innecesarios.
Leon es escritor y busca en el retiro costero un lugar tranquilo en que poder terminar su segunda novela. Desde el principio se muestra arisco con su amigo al recibir la noticia de una inesperada huésped, su retiro se convierte de forma inesperada en el recreo de otros, alentando la irascibilidad del egomaníaco.
Es impresionante como Petzold, y Thomas Schubert de forma más directa con una sensacional interpretación underplay, construyen la personalidad de Leon mediante la sutileza más envolvente. En una de las escenas más bellas visualmente del filme, el joven contempla a través de la ventana —elemento espacial clave en la puesta en escena para la construcción de su personaje— como sus tres compañeros se divierten jugando con raquetas luminosas, así como observa desde el jardín a Nadja en sus quehaceres. Distante en todas las situaciones sociales.
Felix, Nadja e incluso Devid invitan a Leon a divertirse con ellos en sus actividades recreativas, pero éste nunca accede, tiene que trabajar. Siempre está ocupado en algo “más importante”, aunque cuando nadie le mira juegue con una pelota de tenis o divague en procrastinación: lo importante es que cuando los demás vuelvan, vean que se devana los sesos frente al ordenador portátil. Asignando una profesión tan concreta como la de escritor a su protagonista, Petzold permite cierta crítica a la figura de artista, a su vanidoso revestimiento de mezquina intelectualidad —siendo extrapolable a cualquier disciplina creativa—.
La propia masculinidad también actúa como objeto de crítica o análisis, de una forma similar y bastante ligada al carácter artístico. Leon permite a Nadja leer su novela en ciernes, pero cuando ella, tajante, admite que es “una mierda”, el escritor en su soledad y frustración posterior entiende que es un texto muy elevado, incomprensible para una simple vendedora de helados como la chica. Cuando más tarde se revela que Nadja está terminando una tesis doctoral literaria, el rostro de Leon habla por sí solo (“¿por qué no me lo dijiste?”, “no me preguntaste”; una respuesta sencilla pero irrefutable, que puntualiza de nuevo el encierro en sí mismo de un personaje frustrado).
Incluso ante el trágico giro de su amigo —en una de las escenas más hermosamente demoledoras del cine reciente—, Leon es incapaz de exteriorizar una sola emoción, quizá siquiera de sentirla. Tampoco es capaz de entender el mal que aqueja a su editor, solo le interesa la revisión de su novela, pues en su visita a la casa costera, Helmut (Matthias Brandt) perdió rápidamente su interés en el texto de Leon, ante la deslumbrante brillantez de Nadja y su tesis: un giro de acontecimientos que trastoca al joven escritor, aunque conoce la mala opinión del editor sobre El club sándwich (así se llama su trabajo), pero la profunda envidia que siente al descubrir el conocimiento de la que pensaba ignorante (sólo él puede ser inteligente) y el desvío de atención de Helmut es demasiado para él (entran en juego los celos del artista, la envidia intelectual). Nadja ha dejado de ser su musa, su inferior, ahora ella está a su nivel, o por encima.
El cielo rojo. Márgenes abrasadores
A pesar de la descripción ofrecida sobre el protagonista, Leon no es un personaje malvado ni mucho menos, y parte de su forma de ser surge de la inseguridad, como en todo artista creativo. Una inseguridad que alienta su ínfula intelectual al tiempo que le recluye en su propia individualidad. Una inseguridad que le impide dar un paso más, atravesar la línea que separa la forma de vida intelectual que representa su personaje, para adentrarse en la vida pragmática y más recreativa en la que se divierten sus cercanos.
Nunca se baña en la playa, no acompaña en el ocio a sus amigos, y siempre observa con quietud a través de una ventana o una puerta (separación de ambos mundos). Incluso en un determinado momento en que hablan de un lugar del extranjero, le preguntan “¿Has estado?”, a lo que responde “No, pero me lo contaron”, no se da importancia a este detalle, pero es una sutileza que remarca esa delimitación entre el intelectualismo teórico al que se entrega (conocimiento sin experiencia), y la vida práctica y empírica que rechaza.
Esta inseguridad que forma parte ineludible de Leon, le impide expresar el amor que siente por Nadja, al menos hasta el final. El cielo rojo es una película que trata de exponer la tesis del amor irrefrenable y arrasador, materializado en la pantalla a través de ese incendio forestal, inicialmente lejano e inalcanzable, que poco a poco se acerca más a las vidas de los personajes.
Resulta imposible eludir las llamas de la pasión amorosa, tanto como detener un incendio forestal: el fuego todo lo consume. Si en un principio, Leon se enfrenta a una mezquindad constringente, termina por hacer frente a la fuerza desbocada de la naturaleza que escapa de su márgen de acción, así como el amor que siente, pues las pasiones más primitivas y las normas naturales se rigen por una idéntica imperturbabilidad.
EL ASRA
Día tras día, al caer la noche,
iba la bella hija del Sultán
de paseo hasta la fuente
donde las blancas aguas murmuran.
Día tras día, al caer la noche,
el joven esclavo, junto a la fuente
donde las blancas aguas murmuran,
cada vez más la color perdía.
Una noche, la princesa
acercósele balbuceando:
dime, esclavo, ¿cuál es tu nombre,
cuál tu patria y tu linaje?
Y el esclavo dijo: Me llamo
Mohamet y soy de Yemen,
y mi pueblo son los Asra
quienes mueren cuando aman.
Un poema de Heinrich Heine muy representativo de la película, que Nadja recita en voz alta frente a sus compañeros y el editor Helmut en una de las escenas más hermosas de El cielo rojo, una vez descubierto su verdadero trasfondo.
Conclusión
El cielo rojo subvierte el melodrama clásico para construir sus lazos sentimentales en la más meditada quietud. Es orfebrería del detalle, casi poesía como la que Nadja recita, y los personajes se elaboran desde el gesto y la parquedad dialéctica, lo que no quiere decir que no haya conversación, hay mucha, pero casi más importante es lo que se calla. Es hermosa y al mismo tiempo desoladora, como ese fuego impasible —del mismo modo que el planeta destructor en Melancolía (2011) de Von Trier— que todo lo consume.
Es una película que, sin artificio emocional, logra mantener la emoción a flor de piel en todo momento, ofreciendo profundas reflexiones vitales, sobre el amor, la individualidad y el arte; desde una historia aparentemente sencilla, con apenas tres escenarios, aunque uno principal ya que el grueso de la acción sucede en la casa de Felix. Una película para sentir y dejarse llevar.
Muchas gracias por leerme, sed felices e ¡id al cine!