Es una gilipollez. Es lo que, en sus propias palabras, piensa Lynne Ramsay sobre una afirmación no poco frecuente cuando se la describe públicamente: la de que es una directora difícil. No en el sentido habitual de la palabra –ese que asocia a cineastas menos directos o convencionales en sus planteamientos formales con una dificultad para leer su cine que no necesariamente es tal– sino en un sentido más personal, más bien ligado a su actitud profesional. Siendo justos con quien formule esta opinión, tampoco se puede decir que la directora escocesa sea predecible. Después del éxito de la película que hoy recomiendo, se le encargó adaptar un neo-western llamado Jane got a gun. Ramsay amaba el guion a pesar de no ser suyo: disfrutó cada línea, aceptó el proyecto y se sumergió en su preproducción de forma casi obsesiva. Y justo cuando comenzó el rodaje de la cinta, Ramsay desapareció.
Jamás se presentó. No sucedió porque hubiera cambiado de opinión respecto a lo que debía ser la película, sino más bien al contrario: Lynne tenía las ideas más que claras, y fue ver que los productores esperaban de la película algo más bien distinto, decidió abandonar el barco antes que filmar un producto del que no se iba a sentir orgullosa. Gavin O´Connor acabó dirigiendo la película y ella se preparó para realizar En realidad nunca estuviste aquí (You were never really here, 2018), estrenada este mismo año con una genial aprobación crítica. Por tanto, si tomamos este caso como base para afirmar que Lynne Ramsay es una directora difícil, se me hace difícil definir esta catalogación como negativa. Siempre que no estés pagando su película. Quizás por eso haya optado por desmarcarse de ella, evitando una interpretación crítica que, desde luego, los productores apreciarán antes de financiar su próximo proyecto no autoproducido.
La ciencia de las adaptaciones literarias
Pero hemos venido a hablar de la película que llevó a Ramsay a poder rechazar proyectos. O, más bien, a que se la considerase para ellos antes del naufragio. Tenemos que hablar de Kevin (We need to talk about Kevin, 2012) es esa película. Basta con verla para entender, casi de inmediato, las bases del estilo de esta directora: es, como casi todas sus películas, adaptación de una novela –en este caso, una particularmente relevante para la literatura reciente. Pero es una adaptación que se aleja de la acepción tradicional –y marcadamente errónea– de la palabra: lejos de ser fiel de forma inmediata a la fuente de la que bebe, trastoca su estructura para poder idear una adaptación real. Porque, al menos si somos fieles a la definición del diccionario, adaptar no es trasladar. Adaptar es cambiar una cosa, modificarla o ajustarla para que sea válida, sirva, funcione, etc., en una situación nueva y con características distintas. Adaptar es, por tanto, hacer que una obra narrativamente anclada a un medio funcione en otro distinto. Por tanto, una buena adaptación hará uso de los cambios necesarios para no resultar en un mero complemento (por norma general fallido) de su primera expresión. Por eso, Lynne Ramsay cambia una estructura epistolar eminentemente literaria y mil veces (mal)adaptada al cine por una narrativa construida sobre flashbacks inconclusos, desordenados y en constante colisión con los que le preceden.
Le viene como anillo al dedo a una novela que explora los terrores de la maternidad más allá del miedo a lo que está por venir, porque la fragmentación narrativa no hace sino subrayar lo ambivalente y confuso de la relación de la protagonista con su hijo. Estructurando la historia alrededor de un suceso que intuimos, pero que no se nos muestra con exactitud hasta el final más allá de la elegante sugerencia (sabemos que Kevin ha cometido un acto atroz y que a Eva se la culpa por ello), podemos centrarnos en la exploración exhaustiva –y paradójicamente ambigua– de la relación entre una mujer inestable y un hijo psicópata que parece tener desde niño una obsesión (y capacidad) inexplicable por lograr el sufrimiento de su madre. La forma en que Ramsay transforma y adapta la narración en primera persona del libro es precisamente hacer lo propio con la nueva óptica de la película: no es casualidad que ciertos sucesos se ahoguen en un intento de olvido voluntario mientras otros subrayan el trauma y acoso que empapan (a menudo de forma literal, a través del uso constante del color rojo) a su torturada protagonista. Es un retrato del amor y temor a partes iguales hacia un hijo cuyos comportamientos no es capaz de comprender.
Es precisamente esta ambivalencia segmentada y desordenada lo que remata una película mayormente ácida y agresiva, sin un sólo atisbo de esperanza –ni siquiera en una conclusión que en cualquier otro contexto habría sido optimista– pero también es una película honesta que se aleja de cualquier simplificación moral o psicológica del caso que presenta. No es de extrañar que ninguna marca quisiera obtener el privilegio del product placement en una película de este tipo, en la que cualquier asociación con un mundo tan cotidianamente sórdido no haría sino empañar una imagen de marca que Ramsay no tiene problema en camuflar bajo seudónimos y simbolismos poco escondidos. Entre latas de tomate que siempre recuerdan a su sangre, supermercados convertidos en encrucijadas angustiosas, casas que son cárceles y una cárcel que es casa, los espacios cotidianos de Tenemos que hablar de Kevin se deforman hasta el extremo para hacer de la vida de su protagonista una película de terror que gira en torno al peor escenario de una madre.
Hay razones para hablar de Ramsay
Ramsay sabe adaptar, dirigir, ser directa y cercana con su equipo y rodearse de gente con talento. Sabe que gente como ella lo tiene complicado para conseguir hacer el tipo de cine que disfruta haciendo. También sabe cómo conseguirlo. Puede ser que sea una directora difícil, pero es en todo caso una directora a la que seguir la pista.