Seguramente cuando se haga una lista de las mejores novelas de sci-fi jamás escritas no figuren ni mínimamente títulos como Pantanos de Metal, La Venganza del Cerebro, Vikingo del Cosmos o El Mayor Caradura de la Galaxia, pero para muchos de nosotros, aquellas viejas novelas de bolsillo editadas por Toray o Bruguera fueron nuestra entrada a la literatura de ciencia ficción. Ya es hora de darles el lugar que merecen…
El término “pulp” ha ganado especial popularidad en el medio hispanoparlante después de que Quentin Tarantino rodara Pulp Fiction. Sin embargo y antes de que lo llamáramos así, el concepto ya estaba en esos libros que en España eran conocidos como “novelas de a duro” por su bajo precio, o “novelas de bolsillo” por lo práctico de su formato (posteriormente la extinta Editorial Bruguera acuñaría el término “bolsilibro”).
No se vendían mayormente en tiendas de libros, sino en puestos de diarios y revistas, habiéndolos de géneros tan variados como western, bélico, policial, espionaje, terror, romántico, artes marciales (!!!) y, por supuesto, la ciencia ficción pulp que hoy nos ocupa, con historias de argumentos simples y directos que buscaban entretener y vaya si lo lograban.
A mis doce años, yo no tenía aún idea de que existieran Isaac Asimov, Ray Bradbury, Theodore Sturgeon, Arthur C. Clarke y tantos otros, por lo que esas novelas de coloridas portadas y papel barato constituyeron mi primera literatura de ciencia ficción y por algún tiempo (sacando las historias clásicas de Julio Verne o H. G. Wells) la única. Para mí, los popes del género eran Ralph Barby, Law Space, Kelltom McIntire, A. Thorkent, Curtis Garland, Clark Carrados o Glenn Parrish (grande fue mi sorpresa al enterarme, muchos años después, que estos dos últimos eran una misma persona).
Cuando supe que existía una ciencia ficción más compleja y “seria”, guardé con vergüenza en algún cajón aquellas novelitas de bolsillo. Siempre ocurre, no obstante, que, buscando otra cosa, se vuelven a abrir cajones y así, algunos años atrás, me encontré otra vez con S.O.S. Galáctico (Ralph Barby), Los Desesperados de Xantroo (Kelltom McIntire), La Espada Flamígera (A. Thorkent), Juicio contra un Planeta (Glenn Parrish) o Los Apátridas (Clark Carrados), entre otros. Y se me humedeció la vista al recordar cuando uno se arrojaba a esos títulos con una ingenuidad y candidez que jamás se vuelven a tener.
A muchos ni siquiera los había adquirido en puestos de revistas, sino en la panadería de mi barrio, donde también se conseguían. Pocas cosas me daban tanto gusto como cuando me enviaban a comprar pan y tenía la posiblidad de volver con una o dos novelitas, por lo general de ciencia ficción, pero también a veces del oeste y tan baratas que me alcanzaba el vuelto del pan para comprarlas.
Editoriales dedicadas a ese tipo de literatura en España hubo muchas, como Valenciana, Ferma o Rollán, pero las que sin duda dejaron más huella por su alcance fueron Toray y la ya mencionada Bruguera, cuyas ediciones eran justamente las que llegaban a mi país.
La primera de ambas, de fuerte presencia también en el cómic, funcionó desde 1945 hasta 1999, pero particularmente entre 1954 y 1972 publicó un total de 547 títulos en cinco colecciones de ciencia ficción que, de manera genérica, suelen ser englobadas y unificadas como Colección Espacio. Se publicaban quincenalmente y con una cantidad de páginas estandarizada en 126.
En cuanto a la segunda, fundada como El Gato Negro en 1910 y rebautizada como Bruguera en 1939, se mantuvo funcionando hasta 1986, aunque su filial mexicana, dedicada mayormente al western, siguió activa. Entre 1970 y 1985 publicó su colección La Conquista del Espacio, que alcanzó unos 750 títulos y terminó prácticamente monopolizando el mercado de la ciencia ficción de bolsillo con el ocaso de Toray. Al principio siguió el mismo formato que esta en la extensión de sus ediciones, pero luego se las acortó a 96 páginas y además eran semanales, lo que explica mayor cantidad de títulos en menos tiempo.
Los nombres de los autores sonaban muy anglosajones y yo, desde luego, creía que lo eran. Luego me enteré que eran escritores españoles con seudónimo, pues justamente era esa una de las condiciones obligatorias que tanto Toray como Bruguera imponían. No solo eso: también prohibían que las historias transcurriesen en España, pues consideraban que los lectores querían evadirse de la realidad cotidiana y cuanto menos se las recordasen, mejor.
Escritores en Sombras
Resultó que Ralph Barby era en realidad el catalán Rafael Barberán Domínguez, Law Space el madrileño Enrique Sánchez Pascual, Kelltom McIntire el extremeño José León Domínguez Martínez, A. Thorkent el gaditano Ángel Torres Quesada, Curtis Garland el catalán Juan Gallardo Muñoz y, mi mayor sorpresa, Clark Carrados y Glenn Parrish eran ambos el riojano Luis García Lecha.
Para hacer más creíble el engaño, las novelas solían incluir un supuesto título original en inglés (!!!). Y ya que hablamos de traducciones, tremendamente humorístico el que Clark Carrados apareciera en una de ellas no como autor sino como traductor, ya que el texto original, se suponía, estaba escrito por un marciano en su lengua.
La relación entre autores y editoriales era precaria y casi de destajo; algunos han manifestado incluso no haber pisado jamás las oficinas, sino que siempre enviaron el material por correo. Tampoco había mucho espacio para que los autores interactuaran entre sí, cosa que los editores mayormente querían evitar y ni siquiera les acercaban las cartas de lectores, no fuera cosa que se conociera que eran españoles o, menos que menos, su situación laboral.
La mayoría escribían desde sus casas y el usar seudónimo fue un raro alivio para muchos: algunos habían participado en la guerra civil por el bando republicano o lo habían hecho sus padres, lo que les dificultaba poder ejercer sus profesiones, así que el anonimato terminó por ser una buena opción para evitar “listas negras”.
Otros estaban empleados en fábricas y alternaban su tiempo con la escritura para tener algún ingreso extra. Particular el caso de García Lecha, que era carcelero y hacía valer mucha de esa experiencia en sus novelas, como La Amenaza Negra, que transcurre en un penal de Plutón.
En cuanto a Rafael Barberán, sufrió desde niño hemorragias nasales, lo cual lo tenía mayormente encerrado y sin casi poder hacer otra cosa que escribir. Pero además y ya en su juventud, su vista se vio seriamente disminuida y quedó casi ciego, siendo su esposa, también escritora, quien le enseñó a escribir en el teclado de la máquina sin mirar, además de revisar, corregir y pulirle los textos.
Por lo general, estaban obligados a entregar como mínimo dos novelas al mes, pero algunos llegaron a entregar hasta cinco ya que, al no tener sueldo fijo, sus ingresos dependían justamente de ello: Bruguera terminó con esa situación poniéndoles un tope máximo. La paga solía ser del cinco por ciento, pero no sobre las ventas sino sobre la cantidad de ejemplares de la tirada: de hecho, las cifras de ventas eran celosamente guardadas y nunca se les revelaban.
El ritmo de producción era, nunca mejor dicho, astronómico: García Lecha llegó a publicar unas dos mil novelas y Barberán lleva al día de hoy unas mil, cifras que ningún escritor de renombre podría emular. Esa rapidez para escribir y publicar solía llevar a que en el camino ocurrieran chapuzas nada infrecuentes, como que en la cubierta del libro se leyera Un Mundo llamado Bodoom, pero que a lo largo de la historia apareciera siempre designado como Badoom; o que un planeta ficticio fuera en una misma novela mencionado indistintamente como Ekhorgos, Exhorgos o Erkhorgos.
En cuanto a los seudónimos, muchas veces deformaban los verdaderos apellidos de los autores (Gallardo=Garland; Torres Quesada=Thorkent), pero también podían jugar con sus gustos o aficiones personales: Ralph Barby puede sonar cercano a Rafael Barberán, pero también a Ray Bradbury. Y Curtis Garland puede tomarse como fusión entre Tony Curtis y Judy Garland si se considera que Gallardo Muñoz era profundamente cinéfilo y hasta escribía críticas.
Pero el seudónimo podía cambiar según género, teniendo a veces uno para ciencia ficción, otro para western, otro para terror y así. También según editorial: antes de ser Curtis Garland para Bruguera, Gallardo Muñoz había firmado como Johnny Garland para Toray, por ejemplo. Y según estilo: cuando García Lecha escribía como Clark Carrados, tendía a la trama policíaca con elementos de space opera y cierto rigor científico, pero cuando lo hacía como Ralph Barby, su ciencia ficción se fusionaba con la fantasía o la mitología. Además, ya antes había firmado para Toray como Louis G. Milk, siendo su tono, en ese caso, más cómico y hasta satírico.
Oferta para Todos los Gustos
Los tópicos eran los típicos, con perdón del juego de palabras: viajes en el tiempo, exploración espacial, invasores alienígenas, imperios galácticos, robots, piratas del espacio, telepatía, guerra nuclear, telequinesis, etc. Las editoriales no gustaban en demasía de las series o sagas, pues la idea era que las novelas pudieran ser leídas en cualquier momento de manera autoconclusiva. Incluso daban instrucción de no repetir personajes.
Algunos escritores se las arreglaron, aun así, para burlar tales límites, como A. Thorkent con su Saga del Orden Estelar, compuesta por más de cincuenta libros: el truco estaba en que por mucho que formaran parte de una continuidad, pudieran también leerse de manera independiente sin problema. Clark Carrados, de modo análogo, echó mano en reiteradas oportunidades del detective Kabé, robot humanoide claramente inspirado en Isaac Asimov y particularmente en sus personajes Elijah Baley y R. Daneel Olivaw, pareciendo una combinación entre ambos.
Lo que sí tenían como denominador común las novelas era una lectura ágil, simple y entretenida. Ello no debe, sin embargo, hacer pensar que los autores no mostraran entre sí diferencias en el abordaje: algunos recurrían a personajes comunes o sin grandes dotes, mientras que otros preferían líderes políticos, militares o agentes secretos. Estaban de igual modo los que incluían razas alienígenas de todo tipo y color y los que (una vez más al estilo Asimov) preferían conflictos entre humanos con el cosmos como escenario.
También había los que (mayormente antifranquistas) incluían entre líneas alguna crítica social o en contra de las tiranías. O los que hacían metáfora de la guerra fría que en esos momentos se vivía, llegando incluso a plantear guerra entre galaxias: Vía Láctea contra Andrómeda (¡wow!, ¿quién más hizo eso?)…
Algunos se movían en una línea imprecisa entre la ciencia ficción y las historias de espada y hechicería (ojo, antes de la llegada de Star Wars), en tanto que otros preferían buscar inspiración en temas de moda como ovnis, triángulo de las Bermudas o seres que nos habrían visitado en el pasado: recuerdo cuánto me impactó la revelación de que el alienígena Wirak-Ooxa fuera el mismo a quien, tomándolo como deidad, los incas llamaban Viracocha. Quizás fuera previsible, pero a mis doce años eso era equivalente al Rosebud de Orson Welles.
Los títulos podían ser maravillosamente insólitos o disparatados: Meteoritos Invasores, Muñecos de Muerte, Ballet Cósmico, Los Hombres Araña de Titán, ¡Todos seremos Hipnotizados!, El 32 de Diciembre, El Monstruo de un Billón de Cabezas, Yo nací Mañana, Un Minuto en la Cuarta Dimensión, ¿Y después qué…?, El Monstruo gritó en Silencio, Antiplaneta, Murió Mil Veces… ¿Puede alguien resistirse ante ellos? Por cierto, mi top 3 está integrado por Compro Momias Siderales (por exótico), Invasión de Seres Horrendos (por directo y sin anestesia) y ¿Me das Fuego, Marciano? (primer puesto sin dudarlo).
A veces se usaba como señuelo el que sonaran parecido a obras ya existentes, como Contacto en la IV Fase (clara referencia a la película de Spielberg), 1985 (por 1984, de Orwell), Mercaderes del Espacio (exactamente como la famosa novela de Frederik Pohl) o Cita con Ganímedes (que pareciera mezclar Cita con Rama, de Arthur C. Clarke, con Yo visité Ganímedes, setentero best seller de Yosip Ibrahim).
Las portadas cumplían especial función, pues no siendo los autores particularmente conocidos o identificables para el gran público, el recurso para vender un libro no difería del de una revista: impacto visual. Las de Toray solían tener mayor relación con el contenido, aun cuando a veces estuvieran como collage o con algún toque surrealista.
Bruguera, en cambio, compraba portadas al mejor postor que, las más de las veces, carecían de relación con el contenido, pero ello no les quitaba encanto y menos cuando venían con armas futuristas, cohetes de aspecto fálico, abominables criaturas con aspecto de reptiles o insectos, atractivas muchachas en apuros o, por qué no, todo eso junto…
El exploitation estaba a la orden del día: los editores sabían que, por lo general, chicas y fantasías fetichistas vendían. Algunas portadas remitían a las famosas tres M en que se basa mayormente la estética de ciencia ficción pulp: mujer, metal, monstruo… Y las historias solían incluir un sutil toque de erotismo que imponía como regla no escrita (o quizás escrita, no lo sé) la minuciosa descripción física de cada muchacha que apareciese. Algunos títulos son harto elocuentes: Planeta de Mujeres, Asteroide Lesbos-3, La Guerra de los Sexos, Amazonas de las Galaxias, La Chica de Otro Mundo, Esclavo de las Mujeres, El Planeta de las Mujeres Araña: morbo en cantidad y para todos los gustos…
Ocaso y Legado
En 1986 se produjo el cierre de Bruguera que, al haber, como dijimos, prácticamente monopolizado las ediciones de bolsillo en años previos, se llevó lamentablemente también a las mismas. ¿Qué pasó con los escritores? Por algún tiempo lo pasaron mal, pero no olvidemos que su principal talento era sobrevivir y, en general, lo demostraron una vez más…
Algunos realizaron emprendimientos editoriales por cuenta propia; otros, sobre todo con el advenimiento de internet, se abocaron a los audiolibros y podcasts. También están los que hicieron el salto a la ciencia ficción “seria”, como Ángel Torres Quesada que, ya con su propio nombre, fue autor, por ejemplo, de la Trilogía de las Islas, publicada por Ultramar a finales de los ochenta; o de la novela Los Vientos del Olvido (1991), que se adelantó de modo profético a los atentados de septiembre de 2001.
Y si hablamos de autores salidos del pulp, no olvidemos que Domingo Santos, máximo referente de la ciencia ficción española, había publicado para Toray como Peter Dean.
Otros de los que dieron el salto optaron por fusionar la ciencia ficción con el horror, como Barberán que, después de años de 96 páginas o a lo sumo 126, se dio el gusto de publicar en 2015 La Baronesa, novela de poco más de 600, y firmando como Ralph Barby, nombre artístico del que jamás renegó. Y no dejemos sin mencionar a quienes recogieron el legado familiar, pues Enrique Sánchez Pascual, por ejemplo, es padre de Enrique Sánchez Abulí, célebre autor de cómics y creador del icónico Torpedo 1936, obra maestra del noir europeo.
En Conclusión
Si he considerado que toda esa literatura merecía un artículo en esta web, es porque ha sido no solo parte importante de mi vida sino también, interpreto, de la de muchos. Creo que nada la ha reemplazado y quizás hoy no podría tener cabida cuando un teléfono móvil entra en un bolsillo más fácil que un libro, por pequeño que sea.
El tiempo, no obstante, suele hacer justicia, por lo que los premios y reconocimientos llegaron a muchos de esos autores bien tarde, lo que siempre es mejor que nunca. En algún caso, lamentablemente, ya de manera póstuma…
No dejo de preguntarme cómo tanto cineasta que dice reivindicar el cine B o la literatura pulp no se ha abocado a la tarea de redescubrir y llevar a la pantalla algunas de estas historias. Hasta donde sé, solo ha ocurrido en el terreno del western con Cinco Mil Dólares de Recompensa, novela de Ralph Barby adaptada al cine en 1974. Pero en la ciencia ficción no hay nada y no creo que sean muy caros los derechos: ya sé que el género requiere otros presupuestos, pero si no quieren gastar mucho, pueden comenzar con La Invasión de los Seres sin Cuerpo (je, punto para mí).
Hoy muchos de esos títulos pueden encontrarse en librerías de usados a bajos precios o, por lote y no tan baratos, en internet. Además de habernos servido como puente de entrada hacia literaturas más complejas, aquellas hoy invaluables novelas de bolsillo nos han entretenido, nos han divertido y, fundamentalmente, nos han hecho felices. ¿Acaso alguna vez vivir se trató de otra cosa?… Ah, lo olvidaba: ya no las tengo en un cajón; han vuelto a ocupar merecida y orgullosamente su lugar en la biblioteca…
Hasta pronto y sean felices…
Muchas gracias por poner en contexto esos libritos que mi abuelo guardaba con tanto cariño y que decidí conservar solo por eso, he reconocido los autores que comentas y creo que me hará feliz leerlos pensando en como los disfrutaron en aquella época.
Un artículo muy interesante.
Hola Comecocos: gracias por comentar y por el concepto. Cuando uno escribe este tipo de artículo, siempre intenta imaginar cuál será el público al que más le llegará y lo primero que uno piensa es que lo hará más fácilmente con aquellos que por edad hayan leído aquellas novelas. Tu comentario, sin embargo, demuestra que estos artículos pueden también, más allá de la edad, servir para reavivar historias familiares y, como dices, ubicarlas en contexto. Me alegra muchísimo, en tal sentido, que te haya servido para redescubrir sensaciones y emociones que en su momento pueda haber experimentado tu abuelo.
Gracias por el aporte y por dejarnos tu historia personal. Un saludo!