El pasado 31 de octubre se estrenó en cines de España Anora (2024), la nueva película escrita y dirigida por Sean Baker (The Florida Project) y protagonizada por Mikey Madison (Scream) que construye una fábula tragicómica alrededor de su imponente protagonista, para desmontar en su subtexto el envenenado ideal del sueño americano. Un oscuro cuento de hadas en que Baker vuelve a profundizar en el retrato social más marginal como ha hecho a lo largo de su filmografía.
Tráiler de Anora (2024) de Sean Baker
La joven prostituta Anora (Mikey Madison) tiene la oportunidad de gozar de una vida de ensueño cuando, por impulso, se casa con el hijo de un oligarca ruso (Mark Eydelshteyn) que ha conocido en su trabajo. Sin embargo, su cuento de hadas se ve amenazado cuando las noticias llegan a Rusia y sus padres ponen en marcha un operativo para anular el matrimonio.
Póster de Anora (2024) de Sean Baker
Baker continúa su retrato de los márgenes sociales
El octavo largometraje de Sean Baker reafirma su enorme talento para retratar a los colectivos más marginados de la sociedad estadounidense. El estrato inferior de un endiablado sistema de clases que encorseta a sus individuos imposibilitando su liberación. Desde Take Out (2004) —su segundo largometraje, estrictamente, después del más difuso Four Letter Words (2000)— y hasta la anterior Red Rocket (2021), el trasfondo e inquietudes temáticas han sido siempre los mismos, dejando a un lado su notable evolución estilística. El cineasta se ha encargado desde principios de siglo de dar voz a aquellos que no la tienen para dignificar sus situaciones sin idealizarlas, para humanizar a unos personajes por lo general relegados a un plano secundario y contrastar sus gestos de belleza interior con los sucios ambientes en que subsisten.
En Anora, sin embargo, se observa un cambio fundamental respecto a esta visión que ha mantenido el cineasta —en un sentido formal—, sobre todo durante sus primeras películas. Este prisma naturalista tan evidente en Prince of Broadway (2008), se transforma en una suerte de idealización a través de la focalización del personaje que rima bastante con su obra magna The Florida Project. En caso de la citada, el punto de vista de los niños confería a la triste situación de sus personajes un aura de imaginación y felicidad fruto de la inconsciencia infantil que ocasionaba el efecto contrario por contraste, pues la miseria pintada de colores es mucho más dolorosa.
En su última película, Baker construye una fábula que, siendo completamente real, se aleja bastante del ambiente que pretende denunciar o exponer. Por primera vez filma personajes ricos y sus lujos, utiliza el humor negro constantemente y acompaña a una protagonista a la que, aparentemente, las cosas le van bien. Pero está claro que, debajo de su superficie, esconde una lectura mucho más profunda que pone la cinta en contacto directo con sus predecesoras.
Anora es un cuento de hadas oscuro, una Cenicienta truncada, contagiada a fondo por la ilusión de su protagonista, que actúa —como lo suelen hacer los personajes de Baker, pero en esta ocasión más que nunca— como sintetizador de un problema colectivo. La prostituta, pobre y sexualizada, siendo rescatada por un principe azul, atractivo y millonario, que le promete una vida de lujo sin preocupaciones. Una propuesta prometedora ante la que Anora cae rendida. Un sueño hecho realidad que al tiempo se descubre envenenado, pues la brecha socioeconómica es ineludible y determinante. El ideal de sueño americano y su promesa de ascenso social.
La película, entonces, se configura en el marco de esa fantasía en que se ve envuelta Anora, ejemplificada a la perfección en un picado de imágenes del idilio durante la estancia de los protagonistas en Las Vegas; todo luces, dinero, diversión y música. Sin embargo, en medio del aparataje, Sean Baker no pierde el rumbo de lo que realmente quiere contar. Pudiese parecer que el estadounidense, cegado por sus últimos éxitos, hubiese perdido su importante mensaje social, pero esto sería fruto de una lectura muy pobre de Anora.
En otra película, la protagonista habría sido alguna de esas asalariadas que se encargan de limpiar la casa de Iván después de sus multitudinarias fiestas. Pero, aún sin ser así, su presencia no es casual —ni ese primer plano, sostenido durante varios segundos, de una de las mujeres contemplando como los ricos se marchan para que ellas recojan sus desperfectos—, así como la del encargado de la grúa que tiene que ver como obstruyen su labor: “llevo dos putas semanas en el trabajo”. Son detalles como estos, o la condescendencia con que el ruso trata a sus empleados, los que desmontan poco a poco la fantasía de una protagonista cegada por una ilusión romántica que representa su salvación, y construyen el subtexto de análisis social que realmente hace grande la película.
Una tragicomedia
Pese a que las anteriores películas de Baker —sobre todo Red Rocket— contaban con un elemento de humor desengrasante bastante certero, que no llegaba a ser primordial, podríamos decir que Anora es una tragicomedia que navega entre el humor y el drama, casi priorizando el primero en su superficie. En el momento en que todo estalla e Iván desaparece, tiene lugar una concatenación de secuencias delirantes en que la película se adentra en el terreno de los hermanos Safdie —Good Time (2017), Diamantes en bruto (2019)— y adopta un tono humorístico inusitado, en gran parte establecido por la llegada de dos personajes determinantes: Igor (Yuriy Borisov) y Toros (Karren Karagulian). La presencia de Igor, si en un principio es más anecdótica y parece irrelevante, va tomando cada vez más importancia para terminar siendo el broche final de la reflexión que Baker plantea.
Digamos que la ilusión romántica que inunda a la protagonista en la primera parte, que promete finiquitar su miserable situación , se derrumba a la mitad de la película para irrumpir en un terreno mucho más de comedia situacional que, sin embargo, Baker abandona en el momento perfecto, justo cuando está a punto de pasarse de rosca en lo histriónico, para concluir con un tercer acto en que la reflexión cristaliza y el espectador, así como la propia Anora en última instancia, comprenden lo profundamente trágico de una historia que supera con creces el carácter ocioso y aparentemente inocuo de su superficie. La podredumbre de un sistema que asfixia a los más desfavorecidos e impide su ascenso socioeconómico, y, paradójicamente, los necesita más que a nadie. No hay frase que represente mejor esta tesis que la que el ruso espeta a una confundida Anora en cierto momento final: “gracias por hacer tan divertido mi último viaje a Estados Unidos”. El niñato rico, edificado en su burbuja, instrumentalizando a sus “inferiores”.
Conclusión
Sean Baker no pierde su característica mirada social en Anora pese a revestir el relato de un tono más humorístico que nunca. Lentes anchas, cafeterías, un Karren Karagulian más soberbio que nunca —parece uno de los gángsters de Uno de los nuestros (1990) en horas bajas— y ¡bicicletas! son algunos elementos concretos que remiten a la filmografía de Sean Baker y su particular imaginario.
Anora es uno de los personajes más inspirados y mejor construidos de las películas del cineasta, y su tragedia subyacente golpea con la fuerza del ruso Igor, culminando en una escena final digna de ser incrustada en el estrellato del cine contemporáneo. Una Mickey Madison apenas conocida por papeles secundarios, arrolla en su rol protagonista y aspira claramente a una candidatura en los próximos premios Óscar. Sean Baker lo ha vuelto a hacer, Anora es —como leí en algún lugar— la comedia más triste de la historia.
Muchas gracias por leerme e ¡id al cine!