Este post fue, efectivamente, una broma por el día de Los santos inocentes.
Esta semana he acudido al preestreno de la tercera, cuarta o enésima secuela de la no tan lejana pero rentable Insidious. Cuál ha sido mi sorpresa al encontrarme con una película degenerada y aburridísima que me ha hecho darme cuenta de lo lamentable de su hipercalculada fórmula, acabando con el alma autoral y de amor al arte que siempre había tenido cuando yo era joven el cine de masas y de gran presupuesto. Disney lo ha mandado todo al carajo mientras estábamos distraídos rezando al falso dios de las grandes orejas. Yo no pienso callarme la Verdad y aquí la escribo.
Horroroso y voyeurístico tour de la grima
Comienza la proyección y aparecen los títulos de crédito. Mi astigmatismo no me permite leer todos los componentes del reparto pero ya tendré tiempo de pedirle a mi secretaria que me los lea por teléfono cuando vuelva al hotel en que me alojo, a falta de tener internet. Quizás por los tonos azulados de la fotografía de la película, quizás por las ingentes cantidades de jäggermeister que he consumido antes de entrar en la sala o quizás por una combinación de ambas, siento la imperiosa necesidad de salir al baño al poco tiempo de empezar la proyección. Tampoco hay mucho que me vaya a perder en los primeros minutos, así que decido hacer una visita a la toilette del flamante multisalas. Al salir, tropiezo con varios críticos de cine sentados a mi derecha –que me hayan dado butaca central sabiendo de mis costumbres no puede ser casualidad– y uno de ellos me llama imbécil. Le respondo con una cansada sonrisa y le doy unas palmaditas en la cabeza. Su cabello es liso, peinado con raya a un lado, ligeramente engominado para aguantar los trotes de una noche que promete ser larga. Me limpio los restos de gomina al pantalón y acabo de salir trastabillando.
Al llegar a la ansiada salle de bains, me encuentro con un panorama desolador: las otrora brillantes, coloristas e impecables paredes sufren ahora del paso del tiempo, y la pintura desgastada actúa como inmutable rostro de la vejez. Me miro al espejo y descubro que, a pesar de que intente ocultarlo, mi propio visage corre por la misma carretera comarcal. Abro la puerta que me conduce al templo de mis desahogos. Mi viejo móvil cae al interior del trono deseado, y un amortiguado chapoteo anuncia que mi amado Nokia 3310, único ejemplar de un pasado agonizante, ha pasado a mejor vida condenando a la extinción la otrora majestuosa especie. El móvil ha muerto: el smartphone lo ha matado. Mientras vacío mi resentida vejiga, reflexiono sobre la adormilada generación de jóvenes, caminando como salidos de aquella Yo anduve con un zombi de Turneur. Entonces sí que se hacían buenas películas, pienso. Mi móvil comienza a vibrar, ahogado por el líquido que lo sepulta, pero ya no es tiempo para responder más llamadas conocidas: la llamada del deber me atrae como imantada hacia el interior de la sala.
Al regresar, un hipertrofiado joven en un pulcro y apersonal traje negro me informa de que desea requisar mi télephone portable; le informo de que unos minutos antes habría tenido la oportunidad de sostener, de admirar sus pronunciadas curvas y su metálica cubierta, pero que ya no hay vuelta atrás desde el lugar al que ha partido. Me mira con recelo y sonríe a su serio compañero de trabajo, casi impasible, como si del cambio de guardia frente a Buckingham se tratara. Por un momento, su imagen me retrotrae al viaje que realicé a Londres con una de las ya olvidadas mujeres de mi vida, pero las nerviosamente firmes manos del joven sobre mi cadera me devuelven a la gris realidad del cine. Su cacheo culmina casi extático, y yo le sonrío amablemente como declarando que no estoy cerrado a nuevas experiencias pese a la avanzada y sabia etapa de mi vida que atravieso.
Más de lo mismo
En el voyage de vuelta a mi butaca, el mismo hombre que antes impregnó mis delicadas y arrugadas manos con su pegajosa gomina hace una mueca de desaprobación y no se digna a apartar sus largas y enclenques extremidades inferiores. Con sutileza, le propino una elegante pero potente colleja que seguro recordará cuando, cenando frente a sus hijos esta noche, descubra que es hora de dejar de engañarse y asumir que su vida no tiene amor, ni éxito, ni razones para continuar. La mía, al contrario, es todo proeza y desgastado vitalismo. Esperaré calmado a la visita de mi epílogo, hacha al hombro, mientras rezo a una figura difuminada para que Disney no haya cimbrado también los derechos de mi epitafio. Un agudo dolor en mi ajada rodilla me hace darme cuenta de que media sala grita mi sofisticado nombre, acompañado de menciones a mi querida madre que poco tienen de amables. Parece que una vez más mis ensoñaciones me han llevado a quedarme en pie en medio del patio de butacas. La falta de paciencia hacia el último hombre digno de esta sala me enerva: estos nuevos, mal llamados profesionales, inexpertos jóvenes no tienen respeto por alguien que ha vivido la última época dorada del Cine.
Me vuelvo a sentar en la butaca y observo con atención lo que ocurre en ella. Unos muñecos grotescos pero con cierta grâce parecen expectantes, esperando el momento en que darán el susto que hará a la audiencia saltar en sus acolchadas butacas. Acolchadas, pienso: creo que soy el único espectador de esta sala a quien han asignado este rígido trono, y mi sufrida espalda lo grita con desesperación. Una subida de volumen me trae de vuelta a la proyección; echo de menos los tiempos en que Max Ophüls cerraba sus grandes obras con apenas una hora y media de metraje. Me doy cuenta también de que la película carece de sentido o gracia: no alcanzo a comprender lo que pasa en pantalla, y por lo tanto su guion es desastroso y debería ser condenado por un tribunal de Guerra. Sonrío al pensar en el ingenioso plan con que me escabullí del servicio militar. Ya no se hacen jugadas como las de antes, digo en voz alta. La impertinente e hiperempolvada señora a mi izquierda gruñe; yo me giro y llevo la mano a mi cabeza para quitarme el sombrero, pero descubro que no hay nada más en la azotea que un cabello seco y escaseante. La mano se me paraliza en el recorrido de bajada: un intenso dolor me recuerda que no debo ser tan impetuoso en mis movimientos. Los gritos de la sala, esta vez desvergonzados, me recomiendan bajar el brazo. Yo extiendo cierto dedo con connotaciones poco amables antes de servirme de la otra extremidad análoga para devolver mi amado brazo de vuelta al reposaídem. Los créditos finales se deslizan por la pantalla sobre un intenso negro.
Escapismo cinématographique
Los murmullos de la sala comienzan. Imagino que desprecian como yo hago lo que acaban de ver: no tiene ni pies ni cabeza, y el guion carece de planteamiento y de nudo. Mis tripas gritan de dolor, lo que me hace levantarme como un resorte y correr hacia la salida ansiando recuperar mis depósitos de glucosa tras la agotadora jornada de hoy. De camino a la salida observo a unas atractivas señoras reposando sus dulces cuerpos contra la cartelera: les sonrío con mi mejor disposición pero ellas se apartan como asqueadas. La vieja técnica de ignorar tus encantos para atraerte, pienso, pero pronto desvío mi atención al bocadillo de calamares me espera a la salida. Sueño con el grasiento envoltorio de los dos panes que me traerán de vuelta a la otra y más lejana juventud, la mía, mientras me piden que no haga espolios, o espeltas –no alcanzo a comprender el anglicismo que escupen con ansia– de la película hasta su estreno. Asiento con la cabeza y me precipito escaleras abajo.
He olvidado apuntarme en las manos las anotaciones sobre la película que he dejado impresas en sangre sobre las paredes del baño. Ya volveré mañana, pienso. Ya estoy en la calle y levanto el pie hasta la altura de la cabeza para llamar a un taxi en un heroico gesto de flexibilidad suprema que sólo los periodistas de nivel podemos ejecutar. Varios taxis pasan de largo. En realidad no quería uno, pero de eso me doy cuenta ahora; caminaré hasta el hotel. El aire de la ciudad golpea mi arrugado rostro y caigo de espaldas. Tumbado en la nieve, recuerdo esa vieja canción francesa que me cantaba mi madre antes de caer dormido. Sonrío. Es invierno en Madrid. Uno de tantos.
Ah, feliz día de los Inocentes.
Buenas tardes Pablo, tengo una inquietud desde comienzos del artículo que quizás podrías solventar:
¿En el baño había secador de manos o papel?
Un saludo y feliz Navidad.
Buenos días, Mario. Secadores no había, pero sí derivadas de tercer grado y un gato hidráulico. Felices pascuas
Pero esto es una crítica o nos cuentas un día de tu vida ?
Esto es una crítica publicada el día de Los Santos inocentes parodiando las críticas de otro eminente crítico de cine de un gran medio español conocido, precisamente, por desvariar sobre su vida en vez de analizar la película en cuestión. Quizás lo exagerado de la mayor parte del texto o lo radicalmente distinto de cualquier otro artículo que he escrito son, o deberían haber sido, indicadores de que, obviamente, no va en serio.
Lo único que me llamó la atención de tu crítica, es que no estás cerrado a nuevas experiencias… ¿cuáles? Vaya uno a saber… jajaja!
Pues tiene demasiada palabrería sobre tu día y poca crítica sobre la película, que a fin de cuentas, es lo que uno busca. Una buena reseña sobre la película, pasa saber si vale la pena verla. Pésimo como critico.