Bienvenidos, auténticos creyentes, a La Tapa del Obseso.
Os prometo que esto ya ha pasado. Yo lo recuerdo más o menos bien. Fue hace como mil años, cuando se estrenó la primera temporada de Perdidos. Recuerdo bien los saltitos emocionados de la gente cuando te hablaba de la serie en la oficina. La veneración casi religiosa. Los ojos como platos. Y el “tienes que verla, tienes que verla”. Y, bueno, la vi. Acostumbrado a los cómics de superhéroes de los 90 todo aquel tinglado me sonaba extrañamente familiar. Más aún por haber sobrevivido a la terrible segunda saga del clon de Spider-Man y seguir comprando cómics de gente con mallas. En definitiva, capítulos en los que se iban soltando cosas casi al azar, mil líneas argumentales abiertas a la vez, el intento inicial de serlo todo y nada a la vez, muchas apariciones con el firme propósito de molar y la sensación de que no había ningún plan detrás de todo aquello más allá de molar y, claro, recaudar dinero. Muy a favor de esto último: como digo mucho por redes sociales si os sobra me podéis dar, que no me ofendo.
La cosa duró muchas horas, muchísimas. Yo lo dejé no recuerdo si en la segunda temporada. Pero son horas y horas esperando la catarata de revelaciones, creyendo de verdad que tú como espectador eres tan artista como el que hace los guiones (nadie comenta nunca el tema de llevárselo calentito a casa al 50%, ya es mala suerte). La realidad es que los creadores de Perdidos, desde el principio, iban soltando cosas casi al azar para atrapar la atención, para intrigar, pero sin absolutamente nada pensado detrás. Estiraron el chicle lo que pudieron. Fue algo totalmente consciente. Mientras los aficionados se hacían mil teorías sobre de qué iba el humo o demás los creadores vivían con los lujos de la fama muertos de la risa por haberse esforzado creativamente lo justito. Es más: los fans más acérrimos eran los que más sentido le encontraban a algo que no lo tenía. Gente a la que les has lanzado algo sin sentido te defendía de quien decía que el rey iba desnudo, soltando argumentos como los siguientes: 1) lo importante es el viaje, 2) le buscáis sentido a todo en la serie y la vida real no tiene sentido, 3) es FICCIÓN, y si le buscas tres pies al gato y no apagas el cerebro un poco no disfrutarás de nada o 4) eso se justifica con algo que salió en el capítulo 6 de la temporada 200 durante 2,5 segundos. Y similares.
El éxito en lo comercial y en cuanto a influencia de Perdidos es incontestable. Gran parte de la era de las series de televisión por plataformas especializadas tiene que ver con Perdidos y dos o tres series más. Series que no eran simplemente cosas con las que divertirse y ya está, sino que pasaban a ser algo más: algo que te identificaba como persona. Eras seguidor u odiador de Perdidos, era una experiencia, un sentimiento, los que no lo tenéis no podéis entenderlo. En resumen, una religión sustitutoria.
A lo que vamos es que el éxito de las series de televisión por dichas plataformas nada tiene que ver con su calidad como productos audiovisuales. Como en otros campos abunda lo mediocre, escasea lo espantosamente horrible y más aún lo bueno. Netflix o HBO tienen el éxito que tienen por muchas razones, entre ellas la más importante: que la tecnología y la economía lo hacen posible. Han posibilitado que se pase del cine (un ocio que se disfrutaba históricamente en grupo y con desconocidos, en un lugar público) a las series (ocio que se disfruta en pareja o muchas veces solo, en espacios privados, como mucho en el metro alguno). Todo ello siendo mucho más barato, claro está. Es un disfrute acorde al espíritu de los tiempos actuales, más individualista, más del “lo más importante es tener confianza en mí mismo/a”, del “no necesito a nadie más que a mí mismo“, del “que bien que estoy solo, que bien estoy, mirad que bien que estoy solo hostias, anda si como estoy solo no me oye nadie“, del “dentro de ti hay una estrella si lo deseas brillará”, más de una sociedad en la que cada vez más gente está viviendo sola no queriendo estarlo. Hay más razones, por supuesto, pero la relevante para lo que contamos va por ahí. Mucha gente muy sola, en un ambiente en el que predominan mensajes a nivel popular de que no debes necesitar a nadie (en contra de lo que sabemos desde hace décadas), gente progresivamente más triste y vacía. Mucha gente que apenas tiene relación con gente a la que quiere o que directamente quiere a poca gente. Gente aislada pero que sigue siendo humana, es decir, que sigue teniendo necesidad de pertenecer a algo más grande que ellos mismos. En un mundo en el que los que ofrecían ese servicio históricamente (la religión católica, los sindicatos, los partidos políticos) son vistos cada vez más como cosas superadas por la Historia. Muchas de las batallas políticas o las polémicas furibundas tal y como las vemos desde Perdidos se dan en este contexto, en el de mucha gente que adquiere identidad grupal batallando intelectual y emocionalmente a través de productos culturales. Y, además de los videojuegos, el principal producto cultural de las nuevas generaciones son las series de televisión de HBO, Netflix y etc.
La estructura económico-tecnológica, la experiencia exitosa comercialmente de Lost y las tentaciones religiosas/moralizantes han sido la bandera desde entonces en el medio. El medio es el mensaje y etc, pero hay más. Tenemos así a saber cuántas series que empiezan por una idea que parece impactante, que quede bien los tráiler, para, una vez la gente se sube al carro de verla, la vamos estirando todo lo posible hasta que no hay manera de acabarla sin ridículo (porque no hay plan previo y es imposible cerrar todo bien: no se puede meter la pasta de dientes dentro una vez sacada). Hay pocas series que tengan de verdad una idea de cómo empezarán las cosas, cómo se desarrollarán y cómo acabarán (La Maldición de Hill House o Daredevil sí funcionan así de bien, por ejemplo). El éxito de Perdidos ha convencido a buena parte de la industria de que es posible obtener dinero y prestigio con esa forma de funcionar, además de estar dentro de una forma de narrar las cosas posmoderna que, por supuesto, también está en sintonía con los tiempos actuales (lo importante es el viaje, no hay negros ni blancos, no hay nada absoluto, para qué vamos a quitar la paja de horas sin pasar nada, lo de comienzo-nudo-desenlace es del medievo, etc). Pero la que destaca en todo este pelotón terrible de los The Walking Dead, Iron Fist o demás remedios fantásticos contra el insomnio es una serie que se llamaba Flashforward. La serie empezó, como siempre, impactando: todo el mundo caía desmayado a la vez en el mundo. Había una conspiración. O no. Daba igual, la gente se enganchó pero terminaron cancelándola tras reconocer públicamente que no sabían cómo seguir la trama. Ni siquiera dejaron hacer a sus fans hacer de gratis el tradicional trabajo por el que en tiempos de los viejos pagaban a los guionistas. ¿A nadie se le ha ocurrido hacer una aplicación para el móvil en la que la gente da argumentos de series GRATIS pero a cambio se les da visibilidad en Twitter? Encajaría muy bien en los tiempos actuales, tan dados a precarizar cualquier sector económico vía aplicación. Supongo que el mundo de los guionistas ya va lo suficientemente fastidiado como para competir por ahí.
Tras varios fiascos en los finales de las series de televisión desde entonces estamos llegando al de Juego de Tronos. Una serie que seguía los pasos de unos libros de fantasía que tuvieron hace mil años el aliciente de usar técnicas literarias raras en el género: el múltiple punto de vista. Es un recurso complicado de utilizar, cuidado. Muchos puntos de vista son, también muchas formas diferentes de contar las cosas, de usar palabras y de ver las cosas con unas lógicas diferentes. Hacer algo así es complicadísimo, y el autor lo conseguía más o menos bien los primeros libros. Eso unido a unas intrigas palaciegas y conspiraciones dignas de las novelas folletinescas que han gustado siempre al pueblo y unos personajes secundarios propios e inconfundibles. La serie de televisión fue por los mismos derroteros, aunque conforme pasaban temporadas se separaban en algunas cosas y algunos personajes no eran tal que así, pero por lo general las dos millones de horas que necesitan todas las series actuales para contar 4 o 5 cosas podemos decir que servían para, de manera dilatada un poco hasta el absurdo, ver cómo iban cambiando o no los personajes e incluso cómo avanzaba la trama. A mí me gusta, que nadie me mire raro: soy ateo pero me gusta ver catedrales. Otra cosa es que me quede a la misa.
Y el problema, como con Perdidos, ya es la misa. Desde que se quedaron sin libros, y puede que antes, todo lo que se dice y se lee de la serie es, otra vez, Perdidos. Noticias de prisas para hacer las últimas temporadas. Muchísimos aficionados rajando por cambios en el ritmo. Rajando sobre que los personajes siguen una línea de comportamiento durante 200 horas y en las últimas 10 son otros distintos, lo cual no es evolucionar sino tener brotes esquizofrénicos. Los que se han visto las 200 horas a cámara lenta encontrarán cuatro capturas de pantalla para justificar la falta de sentido de ese comportamiento salido de madre si uno atiende a la mayor parte del tiempo de la serie. O terminarán diciendo que la vida no tiene sentido, que las personas son incoherentes y caóticas. Que estaría estupendo si habláramos de alguien cuya intención es reflejar el caos y el sinsentido de las cosas, pero la intención de los que han hecho las últimas temporadas no es crear un drama existencialista: si fuera así sería la típica cosa que la sacas en pantalla y van a verla dos en cines con subtítulos en versión original. Hablamos de un producto masivo sin intenciones filosóficas profundas que espanten al Pueblo (otra cosa es que todo producto tenga implicaciones filosóficas, claro). Es otra de las muchas cosas que el auténtico creyente quiere ver donde no existe nada, donde sólo hay una máquina de ganar dinero y unos responsables que no han sabido/querido cerrar las cosas con un mínimo de coherencia o sentido respecto a lo anterior.
Otra vez tenemos artículos sesudos diciendo que la gente debe apagar el cerebro. Otra vez tenemos miles de personas que han dedicado decenas de horas de sus vidas siendo felices negándose a aceptar que aquello que les ha hecho felices puede que acabe mal hecho, que no pasa nada, ni se odia la vida ni te tiene que haber gustado menos la serie, que una cosa es que te guste y otra reconocer que la cosa tiene fallos y ha ido a menos. Otra vez tenemos esfuerzos gafapastas por ver a Hitchcock, Stoichkov u otros nombres aleatorios como fuentes de inspiración inventadas. Otra vez miles de personas inventándose argumentos que tapen los agujeros y defectos de la trama, haciendo, otra vez, el trabajo gratis de quien cobra y muy bien por ello. O intentando dar misa y vendiendo su moto política aprovechando que creen que el río pasa por su pueblo. Pero qué vamos a contar: ya hemos dicho que la politización-moralización de todo producto cultural ya viene de serie en esta época. Hemos tenido literalmente años de artículos, tuits, podcast y de declaraciones de políticos encumbrando a la madre de dragones como un icono feminista, revolucionario de izquierdas, heraldo del nuevo mundo progresista que traerían las nuevas generaciones. Ahora con el famoso episodio 5 de la última temporada (ver el maravilloso vídeo de más abajo) es la gente conservadora la que intenta competir e intentar alcanzar esas cuotas de ridículo, pero el listón está definitivamente altísimo: se han visto, otra vez, cosas que no existían en la serie pero como nos gustaba verla (¡y a mí me encanta verla!) teníamos que intentar encajar racionalmente nuestro particular credo ideológico allí como narices fuera. Y a veces la película es rojeras y puede reivindicarse (Espartaco, de Kubrick) o conservadora y lo mismo (Sin Perdón, de Eastwood). Claro. Pero no siempre se puede sin estar pillado por los pelos. O sin poner cosas que no están allí.
Todo está pasando otra vez y volverá a pasar, como recordaban en Battlestar Galactica cada dos por tres. Es posible que el género de las series de televisión tal y como está montado económica y tecnológicamente nos de fenómenos como Perdidos o Juego de Tronos periódicamente, con su entusiasmo inicial, adopción de los aficionados de algún personaje como modelo político a seguir, cansancio generalizado por el estiramiento de chicle abusivo y gran batalla final entre quienes han dejado de ir a misa y quienes son más papistas que el Papa (aunque implique dar vivas a genocidios o asesinatos, como se ha podido ver por redes sociales con determinado acto de determinado personaje en el penúltimo episodio de la última temporada). Puede que haya series mientras tanto que no estén por estas coordenadas, siempre las habrá, pero este fenómeno ya parece cíclico.
Sed felices.