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Problemas y mentiras de la victoria de Parásitos

El pasado domingo los premios de la Academia de Hollywood sorprendieron a propios y extraños entregando el Oscar a mejor película –así como mejor guion, dirección y esa indescifrable categoría que es mejor película extranjera– a Parásitos (Parasite), de Bong Joon-Ho. No era la primera vez que una película no inglesa o americana ganaba el máximo galardón en los premios de cine más relevantes (al menos a nivel comercial) del mundo: en 2011, The Artist ya había logrado romper esa barrera infranqueable, si bien la película francesa era muda y por tanto el logro no es del todo comparable al conseguido por la cinta surcoreana este año. La noticia, a priori tan positiva como sorprendente, ha traído sin embargo tantas buenas noticias como razones para preocuparse.

¿Qué cambia la victoria de Parásitos?

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Primero, la obviedad: un reconocimiento internacional masivo del cine asiático que tan difícil tiene su distribución en salas en Europa y especialmente en Estados Unidos, donde apenas unos pocos cines minoritarios –olvidémonos ya de los multisalas más frecuentados– se atreven a proyectar películas subtituladas, dada la dificultad cultural de consumir el cine en habla no inglesa combinada con la nula presencia de la industria de actores de doblaje. El Oscar a mejor película, por mucho que los galardones hayan ido perdiendo relevancia paulatinamente, sigue siendo una de las principales motivaciones de grandes porciones de la audiencia para acudir al cine a ver películas que no formen parte del evento o blockbuster de turno: la simple inclusión del premio en los carteles basta para que las distribuidoras se atrevan a lanzarse a los deseados wide release a sabiendas de que con el llamativo reclamo de los Oscar (aún efectivo como marca de calidad a efectos del gran público) será suficiente para asegurar una recaudación notable. Y como consecuencia, se ha generado la (probablemente falsa) idea de un cambio de paradigma por el cual el cine extranjero es por fin reconocido en Hollywood, beneficiando tanto a las películas de habla no inglesa (por las nuevas posibilidades comerciales) como a los propios premios Oscar (por la excitante nueva etapa que se abre en la que volvería la verdadera emoción por conocer los ganadores). Sin embargo, ninguna de las dos cosas es del todo cierta.

Para empezar, tenemos el supuesto reconocimiento del cine asiático. Los Oscar, a pesar de llevar como bandera la defensa y exposición de lo mejor del cine de cada año, no son sino un escaparate de los intereses comerciales y sociales de un grupo muy concreto: las grandes productoras y los académicos, respectivamente. Y estos mismos académicos, por mucho que representen la capacidad de selección de lo más influyente a nivel comercial –si bien nunca a nivel de avance formal y casi nunca siquiera a nivel tecnológico– están influídos por el gusto personal, el desconocimiento o desinterés por campos ajenos al suyo y en muchas ocasiones por los excesivos regalos que las distintas productoras envían para asegurarse votaciones satisfactorias. En el caso de Parásitos, y no en vano figuraba como ganadora en la propia quiniela que publicó la Academia en Twitter, no debería sorprendernos tanto que su carrera hacia el Oscar haya acabado en triunfo: es una sátira social explícita hasta límites imposibles, narrada en forma de thriller lineal con saltos de género progresivos y diseñada formal y temáticamente de la forma más universal posible; no es la verdadera representante del cine alternativo, sino la del formato más accesible y tolerable del mismo. Como resultado, la que probablemente sea la película más accesible de cuantas el cine surcoreano ha producido en los últimos años, y un éxito sin precedentes de público ya antes de su victoria en múltiples ceremonias de premios. Esto no es por supuesto demérito alguno de la calidad de la película, pero sí es capaz de explicar la capacidad que ha tenido para contentar tanto al público generalista como al selectivo, y buena prueba de ello es su doblete Palma de Oro – Mejor Película. Cabe preguntarse por qué tanta insistencia en que ha habido un cambio de paradigma cuando no hay que irse muy lejos en el tiempo o el espacio para darnos cuenta de que apenas hace dos años se estrenaba también en Cannes la muy superior y también surcoreana Burning de Lee Chang-Dong, siendo recibida de forma templada en Cannes –si bien acabó siendo la clara favorita de la crítica– y completamente ignorada por los Oscar. ¿Ha habido un viraje de tendencia en el mercado internacional, cambiando de golpe y porrazo en menos de dos años tanto la Academia de Hollywood como los espectadores de toda Europa y Estados Unidos, o quizás es más razonable pensar que ha sido un cineasta concreto quien ha sido capaz de adaptarse estilísticamente a los requerimientos de otros mercados?

Las consecuencias a corto plazo

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Esta pregunta nos lleva necesariamente a otra: con la victoria de Parasite, ¿qué sucede ahora con el cine coreano, y asiático en general? La respuesta más probable y la más desoladora es, probablemente, adaptación. Adaptación porque por primera vez en años se ha encontrado una fórmula que parece funcionar más allá de sus fronteras de una forma que trasciende la consumición minoritaria a la que estaban acostumbrados; una manera, en otras palabras, de hacer una cantidad de dinero con la que antes sólo podían soñar. Una manera de disparar los presupuestos y desplegar la distribución en salas siempre y cuando se recurra a fórmulas de probado éxito: cuando el lenguaje no es la barrera, toca adaptar la cultura y el estilo. Solo el tiempo dirá si este es el caso, pero las posibilidades de una universalización temática y formal de los cines no occidentales están al borde de la esquina y las consecuencias serían la pérdida de la misma identidad que ha forjado algunas de las tendencias más innovadoras y sorprendentes de los últimos años: las tendencias, al fin y al cabo, que han hecho posible la grandeza de Parasite. A celebrar, pero con recelo.

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