En el artículo anterior sobre el director Robert Bresson apuntaba algunas cuestiones fundamentales de su forma de entender el cine —no todas ni de forma explayada— y comenzaba un repaso detallado a lo largo de los catorce títulos que componen su escueta pero intensa filmografía. En esta segunda parte de mi ordenación subjetiva, intento conectar con las profundidades de las que son mis siete películas favoritas del cineasta, dentro de la complejidad que supone su análisis y de la brevedad con que lo abordo.
Aunque es un texto que busca intencionalmente suscitar el apetito cinéfilo de potenciales admiradores de Bresson, es imposible no incurrir en la exposición de aspectos más detallados de sus películas como algunos finales explícitos o escenas concretas; espero que se entienda.
7. Mouchette (Mouchette, 1967)
Mouchette (Nadine Nortier) es una niña con una vida muy difícil. Su padre alcohólico la maltrata y su madre enferma muere lentamente. En el pequeño pueblo en que vive, todos la humillan constantemente.
Mouchette es la segunda de las dos novelas de Georges Bernanos que Bresson llevó a la pantalla —la otra fue Diario de un cura rural (1951)—. En ella, como es habitual, el director retrata un personaje desolado por el entorno que le constringe: prisionero de la vida y sus circunstancias, de las que solo puede obtener liberación mediante la muerte. Esta es posiblemente una de las películas más crueles del francés y que mejor sintetiza su historia con las armas del cinematógrafo.
Se trata de un fragmento de vida sin una construcción argumental clásica, algo que el francés, por supuesto, rehúsa, y que viene a poner en alza ese desasosiego vital que tanto caracteriza a sus personajes. Personajes comunes con anhelos compartidos, que parecen no pertenecer al mundo y terminan por dejarlo atrás de una forma u otra (trascendencia).
Robert Bresson huye continuamente (dicho por él mismo) del simbolismo y la metáfora, pero es cierto que en ocasiones la presencia de los mismos escapa a sus propias manos. Es Mouchette el ejemplo más claro de esta tesis: las partidas de caza del furtivo y las liebres; la relación con la niña oprimida, que es es irrefrenable y difícil de dejar escapar. Como a una liebrecilla salvaje, Bresson atrapa a sus personajes en su propia existencia y a nosotros en sus películas.
6. Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s´est échappé, 1956)
1943. En plena Segunda Guerra Mundial, el joven miembro de la resistencia francesa Fontaine (François Leterrier), es arrestado por la Gestapo para ser interrogado. Ante la sospecha de su inminente ejecución, comienza a planear una fuga.
La película más recordada de Robert Bresson es sin duda Un condenado a muerte se ha escapado. La depuración en su cuarto largometraje es máxima incluso desde el propio título, que no da lugar a dudas de lo que va a ocurrir: la acción del filme se limita al proceso de fuga del preso, y esto, por otro lado, es posiblemente lo que hace que Un condenado sea —sin contar sus dos primeras— una de las obras más argumentalmente clásicas de su filmografía (en que mejor se vislumbran los actos aristotélicos de que tanto renegaba el francés).
Un condenado supone el acercamiento más notorio, que después sublimaría en Pickpocket (1959), a esa dialéctica de las manos para construir el desarrollo de la acción: primeros y primerísimos primeros planos de las manos desempeñando las funciones necesarias para esa liberación del prisionero, atrapado en una cárcel más literal que nunca, en que el azar y la presencia de la gracia divina (de algo superior e inalcanzable), se dan de forma milagrosa para impulsar al reo en su meditada labor.
Esta película, básicamente, muestra el proceso y la consecutiva fuga de un presidiario. Sin aristas explícitas, sin filtros (screens) —”todas esas cosas que se interponen unas con otras” (R. Bresson)— y con una búsqueda metódica de la exaltación de lo cotidiano, de su repetición y enfatización continua como primer (y en este caso concreto más subrayado) paso del proceso trascendental (cuyo fin último sería la estasis, esa liberación final) que Paul Schrader desarrollaba en su libro El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer.
Curiosamente, pese a ese frío cautiverio que retrata, Un condenado es una de las películas de Bresson más optimistas, si se quiere, junto a, de nuevo curiosamente , su posterior Pickpocket.
5. Lancelot du Lac (Lancelot du Lac, 1974)
Tras varios años malgastados en la búsqueda del Santo Grial, los caballeros de la mesa redonda regresan a Camelot con las manos vacías. El fracaso de su objetivo y la inactividad hacen aflorar las tensiones entre Lancelot (Luc Simon), amante de la reina Guenièvre (Laura Duke Condominas) y Mordred (Patrick Bernhard), que conspira para revelar su adulterio y asesinarlo.
Una atmósfera funesta atraviesa una de las cintas más deprimentes y perturbadoras del francés. Esta reimaginación fatalista del mito artúrico comienza con las imágenes más violentas que nos ofrecería Bresson a lo largo de su filmografía: esqueletos ahorcados y picoteados por cuervos, un decapitamiento explícito y sangre a borbotones (¡al más puro estilo Tarantino!, un director al que odiaría). Una imaginería dantesca que establece el tono del filme para anclarlo en el inconsciente nada más comenzar y que no atiende a una intención estética exhibicionista.
No obstante la manera de poner en escena esta y posteriores brutalidades, no se vende a la épica medieval que suele recurrirse (¡cómo iba a hacerlo!). No hay música, ni diálogo ni demás filigranas; solo el sonido del galope equino, metales chocando y algún gemido gutural de dolor, junto a esas imágenes sutiles aunque violentas: Bresson configura su propio ritmo mortal.
El director retrocede a la Edad Media —esta vez primera: siglo VI— por segunda y última vez (la primera, El proceso de Juana de Arco), para retratar con frialdad un mundo terrenal dominado por la vacuidad moral y la ausencia de propósito (“he perdido mi camino” expone Lancelot al comienzo del filme). Lancelot du lac se desarrolla en las antípodas del romanticismo, ahogando cualquier atisbo de luz que pueda intuirse en su intransitable oscuridad natural.
4. Diario de un cura rural (Journal d´un curé de campagne, 1951)
Un joven sacerdote (Claude Laydu) llega a una pequeña localidad del norte de Francia, donde se hace cargo de su primera parroquia. A pesar de que desarrolla sus labores sacerdotales con diligencia y humildad, es ignorado e incluso rechazado por sus feligreses. Convencido de que ha fracasado como pastor de almas, sufre una profunda crisis de fe. En tales circunstancias, tendrá que afrontar, además, una grave enfermedad.
El tercer largometraje de Robert Bresson y uno de sus más reconocidos —además de la película favorita de Andréi Tarkovsvki— , sería en el que su personal estilo tomara más fuerza permitiendo identificar mejor su autoría. Basada en la novela homónima de Georges Bernanos (primera de las dos que llevaría a la gran pantalla junto a Mouchette), refleja a la perfección la desesperanza existencial de los personajes del francés.
El joven cura, hastiado de un mundo que parece repudiarle, cae en una espiral de decadencia en que confluyen tres niveles esenciales (como Schrader explica en su libro): la enfermedad, la soledad social y la soledad sagrada.
En las películas de Bresson nunca se explica del todo el origen o las causas de los males internos de sus protagonistas. En Diario de un cura rural el joven cura de Ambricourt expresa su incomprensión de la negatividad que le asfixia, preso en un entorno impermeable, como una gota de aceite en un enorme lago; pues en su beato propósito no cabe el rechazo, pero nada rema a su favor. Es una pugna constante con el entorno hostil que repele su presencia.
Finalmente, obtiene su liberación de la cárcel corpórea o terrenal, aunque sea para entregarse a otra cárcel mayor (la espiritual), a través de un final explícitamente cristiano (la película en sí es la más religiosa de Bresson junto a El proceso de Juana de Arco y Los ángeles del pecado) al trascender, esta vez mediante la muerte, y comprender con sus últimas palabras el sentido del mundo: “¿Qué importa? Todo es Gracia”.
Según el análisis de Schrader, la imagen final de la cruz o estasis, (secuencia quiescente, congelada o hierática que sucede a la acción decisiva y cierra la película), ratifica esta liberación trascendental.
3. El dinero (L´argent, 1983)
Yvon (Christian Patey) es un joven injustamente acusado de traficar con dinero falso. A partir de ese error judicial, la adversidad dominará su vida. Durante su estancia en prisión, el ambiente en el que se mueve lo va degradando y corrompiendo hasta convertirlo en una persona sin escrúpulos ni principios morales.
El dinero es la última película de Robert Bresson, el broche perfecto para una filmografía impecable. El francés muestra el proceso de descenso moral de un ser humano desde su mundana normalidad hasta el atroz asesinato, culpando al dinero —al menos como motor inicial— de su corrupción. El protagonista padece dominado por una adversidad sobre la que no tiene poder, un mal externo (divino) del que no tiene escapatoria y que sume su existencia en un pozo cada vez más profundo.
Al igual que todos los personajes bressonianos, Yvon termina por encontrar una cura, esta vez en forma de prisión literal —como en Pickpocket (1959)—, asumiendo su responsabilidad de forma paradójica si retrocedemos al comienzo: un billete llega a sus manos sin que sepa que es falso y es acusado de delinquir.
Al principio es un trabajador promedio, una persona como otra, que acusada en falso no asume su responsabilidad y es condenada. Tras un periodo vital virulento, descarga la furia de su corrupción en forma de asesinato múltiple —provocando una reacción esquizoide en el espectador por su repentinidad, como toda buena acción decisiva— y él mismo se entrega a la policía, a la prisión: ha desafiado el orden natural (al menos en parte, ya que la penitencia del cautiverio se adueñó de él con su primer acto delictivo); ha terminado por asumir su responsabilidad.
El acceso de violencia final, esa acción decisiva, por cierto, originada por el dinero —”¿Dónde está el dinero?”, pregunta Yvon con un hacha en la mano—; solo es equiparable a la barbarie medieval de Lancelot du Lac. Los dos momentos más sangrientos en las películas del francés. Este, en concreto, materializa una frase que podría sintetizar la película: El dinero es origen del mal. ¿Es Yvon un psicópata o una víctima?
2. Una mujer dulce (Une femme douce, 1969)
Una mujer (Dominique Sanda) se suicida sin razón aparente. Su marido (Guy Frangin) observa el cadáver mientras una serie de flashbacks explican el motivo de su decisión.
Curiosamente mis dos películas favoritas de Bresson —no necesariamente las mejores, pues es una lista subjetiva— son dos de las habitualmente consideradas como obras menores , además de adaptar sendos relatos de Dostoyevski.
El caso de Una mujer dulce es la sublimación o máxima expresión de la idea del cineasta del efecto antes de la causa: en una apertura in extremis, se muestra un suicidio y la película desarrolla su causa, aunque quizá, la supuesta respuesta a tan determinante decisión no sea más que un borbotón de nuevas preguntas; una respuesta incierta, así como lo son la compleja vida y los sentimientos humanos.
Bresson agudiza aquí su construcción del ritmo, entendido como la ordenación premeditada de imágenes y sonidos particulares para configurar una entidad única: la banda sonora recoge casi todo el tiempo el sonido de las máquinas automovilísticas de la calle, creando la sensación buscada de que la vida sigue, el mundo exterior no se detiene, sino que lo hacen las personas a nivel individual, como cuando la protagonista de Una mujer dulce se suicida, lo mismo que cuando Juana de Arco es consumida por las llamas o Yvon se entrega a la policía.
En su noveno largometraje, además, el francés enfrenta su particular modelo cinematográfico —el cinematógrafo— al resto de artes para diferenciar sus peculiaridades: hay televisión, teatro, pintura, cine, música… causando en el espectador una clara identificación de intenciones. Bresson se afirma en su visión formal.
Una mujer dulce es una película sobre las inconformidades de la vida conyugal y las relaciones afectivas, así como la generalizada agonía vital (¡la Santa Agonía! del cura de Ambricourt) y la dificultosa búsqueda de una vía de escape. La deprimente y sinuosa crónica de un matrimonio.
1. Cuatro noches de un soñador (Quatre nuits d´un rêveur, 1971)
Una noche en París, Jacques (Guillaume des Forêts), un joven pintor, se cruza con una joven (Isabelle Weingarten) que está a punto de suicidarse saltando desde el puente de Pont-Neuf. El motivo: su antiguo amante, que la abandonó un año atrás, le ha fallado en su promesa de encontrarse en el puente.
Relegada a un segundo plano, olvidada en parte, Cuatro noches de un soñador es una película maravillosa, otra obra maestra de Robert Bresson que si se ha recordado ha sido como trabajo menor del director de Un condenado a muerte se ha escapado.
La película adapta un relato del primer Dostoyevski (1848) que, bajo el título de Noches blancas, cuenta la historia de un soñador solitario que solo conoce el amor y los sentimientos profundos a través de su imaginación, hasta que se descubre repentinamente enamorado de una dama desconocida con la que comparte cuatro noches y que finalmente desaparece como una de sus ensoñaciones habituales.
Casi quince años antes, Luchino Visconti estrenó la maravillosa Noches blancas (1957), que adaptaba de forma bastante literal la obra del ruso. Sin embargo, en su película, Bresson pasa el relato de Fiódor por el filtro de su cinematógrafo para reformularlo a su manera. Si el escrito original era casi todo diálogo teatral y efusivo (como en la de Visconti), el francés emplea su metódica forma sosegada y silenciosa, así como sugerente más que explícita, para el desarrollo de sus noches.
Cuatro noches de un soñador no deja de ser una visión fatalista del mundo y una contraposición conceptual de la individualidad y el colectivo, de lo interno y lo externo, de que el mundo sigue y la libre acción humana viene encorsetada en un cauce natural mayor.
Las noches blancas de Jacques son un doloroso bache en una existencia que continúa, como esos músicos que tocan en los barcos navegantes del Sena (lo exterior inmutable frente a lo interior, la pugna del entorno y la personalidad; la insignificancia del ser humano). Mi mente, involuntaria, no hace más que trasladarme al cine de Kaurismäki cuando veo los grupos de música y los barcos; estoy seguro de que esta película fascina al finlandés.
El final de Cuatro noches de un soñador, al no haber leído el relato ni visto la película de Visconti —eso vino después— me impactó notablemente, pudiendo ser la conclusión más amarga en un filme de Bresson. Ni el suicidio de Una mujer dulce o Mouchette, ni la brutalidad de Lancelot du Lac o El dinero encogen el alma como lo hace, de forma menos abultada aún, el destino de nuestro soñador Jacques.
Hasta aquí el segundo y último artículo sobre Robert Bresson, un cineasta único y particular, además de no tan reconocido como otros de sus compatriotas como Godard o Truffaut sin ir más lejos. Espero que os haya gustado y que hayáis aprendido algo, pero sobre todo espero que vayáis corriendo a ver algunas de las películas de las que he hablado para formar un criterio propio: quién sabe, quizá no os guste ninguna, pero qué más dará, ¡eso es lo grande del arte!
Un enorme saludo, sed felices e… ¡id al cine!
Bibliografía:
Zunzunegui, Santos (2001). Robert Bresson. Cátedra. Colección: Signo e imagen. Cineastas.
Bresson, Robert (1997). Notas sobre el cinematógrafo (D. Aragó, Trad.). Ardora Ediciones. (Trabajo original publicado en 1975).
Schrader, Paul (2019). El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson y Dreyer (B. Viejo, Trad.). Ediciones JC. (Trabajo original publicado en 1999).