Bienvenidos, auténticos creyentes, a La Tapa del Obseso, la sección de Raúl Sánchez.
Me levanto de la cama y hay que coger el autobús. Voy a pasar el billete por el sensor pero la primera vez no lo lee bien. El conductor me mira y me dice:
-¿Sabe? Yo una vez también intenté algo una vez muy sencillo pero no me funcionó. Era 1957 y recuerdo que a mi abuelo le gustaban las castañas hervidas. Trabajaba en una fábrica de catapultas de Intel. Me dejó sólo en casa ya que él iba al funeral de mis padres, devorados por patos carnívoros de Las Pedroñeras, y se me ocurrió algo terrible: limpiarme el culo yo solo. No sabía ni cómo coger el papel. Para mí fue…difícil, ¿sabe? Nunca lo había hecho. Cuando llegó mi abuelo me vió con el culo sucio, con papeles por el suelo, horrorizado ante mi primer gran error en la vida. Una cosa fácil se convirtió en algo complicadísimo y creo que…
El conductor apenas está una hora dándome un discurso, que finaliza al acabar el trayecto del autobús. Me siento aturdido y confuso, pero tengo que ir a trabajar. Entro en las oficinas, y allí está el recepcionista al que saludo con un “buenos días” rápido pero afectuoso (dentro de lo que cabe). Me mira pensativo y me dice:
-¿Sabe? Recuerdo la última vez que me dieron unos buenos días de ese modo. Era 1982 y era el Mundial de Fútbol de Móstoles. Iban a jugar Kuwait del Norte y la República Popular Danesa. Era un bonito día de febrero en el que caían 53 litros de agua por metro cuadrado y la sensación térmica era de -40 grados centígrados. Yo trabajaba de vigilante de tortugas marinas y la primera exposición en más de 200 años vino en ese momento. Una terrible maestra parecidísima a Taylor Swift tenía a los niños en fila india y les iba gritando consignas sobre las tortugas. Pero se giró hacia mi pobre persona y me dedicó la mejora sonrisa que usted pueda imaginar. Aquel día aprendí algo importante…
El recepcionista me tiene apenas dos horas de charla cuando suena mi móvil. Es mi jefa, que el retraso a qué se debía. Subo corriendo las escaleras y me meto de un salto en mi espectacular mesa de esclavo asalariado. Voy a coger un bolígrafo de encima de un cubilete, pero soy tan espectacularmente hábil que se me caen al suelo los tres que había dentro. Mi compañera de al lado me mira pensativa y me dice:
-¿Sabes? No es la primera vez que a alguien se le caen los bolígrafos en esta empresa. Hace 245 días, 56 horas y 14 minutos que la persona que ocupaba tu mesa venía todas las mañanas con una bolsa de magdalenas recién hechas. Las repartía entre todos, era amable, era bueno y bajaba la tapa del váter al hacer sus necesidades. Todos creíamos que llegaría lejos gracias a aquellas maravillosas y digestivas magdalenas y a su cálida aunque carente de dientes sonrisa. Pero ocurrió lo inesperado: un día queriendo escribir algo a bolígrafo estiró su rechoncho brazo para alcanzarlo sin moverse de la silla. Sucedió lo que más temíamos: tiro los tres bolígrafos que había dentro y eso no fue lo peor…
En ese momento aparece mi jefa. Se parece mucho al que hace de malo en las nuevas de Star Wars. Me hace señas de que me levante. Ella entra en su despacho y deja la puerta visiblemente abierta. No sé cómo tomármelo, pero entro. Allí está ella de pie, mirando un cuadro, dándome la espalda.
-¿Sabe? Esta es otra de esas situaciones absurdas en las que un personaje de una serie de televisión le da un discurso peliculero, impostado y profundamente brasas a otro personaje por la excusa más peregrina. Por ejemplo, podría ponerme a decir algo del estilo que si usted conoce el mito de Sísifo que está en el cuadro o si ha oído hablar de su autor, Rascayú, para que usted diga que no y poder soltarle una lección absurda y cultureta con un teórico doble sentido, en vez de decir las cosas directamente sin gafapastear tanto…
Tras apenas tres horas acaba su discurso. Creo que estoy despedido, pero no estoy seguro: si lo pregunto igual tengo que aguantar otra chapa parecida. No estoy seguro de querer cruzarme con mi compañera: el resultado sería el mismo. Lo mejor, lo veamos como lo veamos, es tirarse por la ventana. “Sólo así despertarás”, me dice una voz femenina con vergonzosas similitudes a la de Melissa Benoist. La voz se repite una y otra vez, realidad y ficción se entremezclan, tan pronto estoy en un caserón de hace tantos años como los que hace que George R.R. Martin escribió el último tomaco de Juego de Tronos como de repente estoy en la oficina. Da igual, esto no hay quien lo aguante: voy a saltar. Allá voy. Allá voy.
Me despierto entre sudores fríos . Ha sido muy real. Mucho. Muchísimo. A mi estas cosas me afectan demasiado. Creo que no voy a ver nunca más un capítulo de The Haunting of Hill House. Y la razón es muy sencilla, ¿sabes? La última vez que escuché de no volver a ver un episodio de una serie estaba yo cepillándome los dientes en el bosque y me di cuenta que había perdido mi conexión wifi. Era algo muy raro, ya que…
Sed felices.