La anticipación por esta película era inconmensurable. Un proyecto que existía desde comienzos de siglo y había sido anunciado por fin en 2014 después de años de durísimas negociaciones; rodado entre 2017 y 2018 y en (eterna) postproducción desde entonces. El misticismo alrededor de la película crecía al mismo ritmo que la preocupación por su resultado final: primero, porque suponía la vuelta al ruedo de un actor retirado desde hace años (Pesci), otro semiescondido en cameos y pequeños papeles (Pacino) y otro sumido desde hace años en la autoparodia y por el cual ya habíamos perdido toda esperanza (Dirty Grandpa no existe, fue sólo un mal sueño). Segundo, y no menos importante, porque la película decía requerir de una avanzada tecnología de reconocimiento facial por CGI para mostrar a estos tres actores en diferentes etapas de la vida de sus personajes. Ahora que por fin se estrena en –escasos– cines y cerca de su estreno internacional en Netflix el 27 de noviembre, al fin tenemos todas las dudas despejadas. The Irishman funciona.
Netflix, tecnología, formato y calidad
No es un secreto que de no ser por Netflix, jamás habríamos visto esta película. Sus abultados 159 millones de dólares de presupuesto hacían que no fuera un producto suficientemente demandado como para asegurar una recaudación que asegurara el margen de beneficios, convirtiéndose en un proyecto suicida para cualquier productora que asumiera el riesgo de entregar un cheque en blanco a Scorsese. Sin embargo, en plena burbuja (probablemente llegando a su fin) de las plataformas de streaming, algún ejecutivo pensó que sería una buena manera de reforzar la débil apuesta de Netflix por el cine con personalidad entre un mar de productos sacados del mismo molde. Y no podemos más que agradecerlo. No, la tan costosa tecnología no es perfecta: algún que otro primer plano da escalofríos en su inevitable valle inquietante particular, pero por suerte son los que menos. En gran medida porque, transcurriendo la mayor parte de la película en la misma etapa de la vida de los protagonistas, la vista acaba por acostumbrarse a ciertos rasgos plasticosos de la nueva piel de estos actores. Lo cual me lleva a preguntarme si realmente era imprescindible este rejuvenecimiento tardío: quizás habría sido mas efectivo filmar la película cuando los actores estaban más próximos a esta edad, ayudándose del maquillaje para ganar algunos años y tirando de prostéticos tradicionales para su etapa más envejecida. De Niro, Pacino y Pesci no tienen en The Irishman su aspecto de hace años: en su lugar, se ha creado una apariencia alternativa, notablemente más envejecida en sus rasgos y gestos de la que presentaban ellos mismos en su momento. Ésta es quizás la mayor de las decepciones respecto al uso de lo que Scorsese bien llamó un “maquillaje más avanzado”; afirmación acertada ya que, al igual que el maquillaje tradicional, el envejecimiento (y sobre todo el rejuvenecimiento) es sólo una ilusión que en vez de revivir a los actores tal y como les recordábamos, nos permite creernos que los años pasan por ellos a medida que avanza el metraje. Obviando este aspecto, no se puede decir que funcione mal: el trabajo de los animadores es consistente, y los actores ponen todo de su parte para imbuir a sus personajes de la energía que han ido perdiendo con la edad, en un esfuerzo monumental por hacer creíble y coherente el conjunto. En definitiva: no, el CGI no arruina la experiencia, ni extrae al espectador del relato, funcionando de forma sólida y convincente, pero está lejos de lo que su anuncio prometía cuando descubrimos por primera vez la existencia del proyecto.
Solucionada la duda sobre la tecnología, más protagonista sobre el papel que durante el visionado, toca hablar de la calidad y empaque de la película en sí, otro de los grandes interrogantes que presentaba un proyecto de estas dimensiones. Aún con la mejor de las tecnologías, la película podía ser decepcionante; de igual modo, aún con la más desastrosa de las tecnologías, podía resultar una buena película. Por suerte, ambos aspectos han trabajado al unísono: The Irishman es una película titánica, colofón final a una etapa clave e icónica del cine de sus protagonistas y de la tradición americana; a pesar de su inmensa tarea de llevar un paso adelante su subgénero, logra ser convincente y cabal. Del mismo modo que John Ford se sirvió de sus inicios en el western para llevar el liderazgo en el necesario final de su etapa clásica, Scorsese se sabe representante del cine moderno de gángsters: sin la solemnidad de El Padrino pero con una nueva épica naturalista, sus películas más icónicas después de su primera etapa establecían un patrón reconocible de ascenso meteórico y caída fugaz, pero nunca habían perdido el tono de entretenimiento, de poco escondida fascinación por la historia de sus personajes y el microcosmos que habitaban. Es ahí donde la vejez de Scorsese y sus protagonistas cambia el juego: mirando atrás en su propia obra, plantean el cierre del género con una oscuridad, pesimismo y desgaste autoconscientes. Atrás queda la fascinación, y en su lugar hay tristeza y simpatía. Los letreros que aparecen a lo largo de toda la película no dejan de ser un indicador de esto: a pesar de su tono divertido, son un recordatorio constante del destino que espera a todos y cada uno de los personajes que siembran el subgénero. El mismo planteamiento narrativo es reflejo de la reflexión que se nos plantea: más allá de una caída sonada, lo que experimentan los protagonistas en el tercer acto es el vacío más absoluto y el recordatorio constante del futuro que les acecha, torturados por sus decisiones. Abundan los silencios donde antes había frenetismo musical, y los virtuosos trávellings van dejando paso a una estática, encorsetada y sombría dirección de fotografía.
Balance
El Irlandés no esta libre de problemas: la fotografía, por requerimientos de una tecnología de captación menos intensiva para los actores, resulta demasiado nítida, limpia y digital: si bien esto podría entenderse como una traslación visual del cambio de los tiempos, no deja de resultar extraña porque no sólo se trata de una película que nos habla desde el presente del final de una etapa pasada, sino que es una obra que se sirve de trasladarnos a éste mismo pasado, a través de las ópticas y las caras que todos recordamos, para darle el cierre que ahora entendemos necesario. Es una película sobre el cierre del pasado más que una reinvención y, como tal, se echa en falta la suciedad, grano y explosión de colores que sólo la película fotoquímica podía darnos. Puede que este sea el aspecto que más extraiga al espectador de la película, por encima del uso del CGI: la modernidad visual no acaba de casar con la vejez que representa sus ideas, en el buen sentido de la palabra. En cualquier caso, no cabe más que alegrarse por por saber que no sólo es que el proyecto haya llegado a puerto, sino que además cumple con todo aquello que se proponía de manera brillante y mesurada. Quien viva cerca de alguno de los escasos cines que la proyectan no debe dejar de hacerlo: la experiencia tradicional es un añadido que se agradece para una película que da paso a una nueva era, y que sustituye la nostalgia por una inteligente mirada atrás, recordándonos que, a pesar del buen recuerdo del pasado, sólo hoy podemos ver la pieza que faltaba.
hay que verla!!!
Gran películas, con matices. Como decía alguien que no recuerdo, “no cambias, pierdes la fuerza”. Parece que a Scorsese el ritmo Uno de los nuestros o El lobo de Wall Street ya no le interesa. Se le nota en su primera parte, a la que le cuesta arrancar. Es a partir de la aparición de Pacino que la cosa empieza a remontar…y de qué manera. Probablemente, la película más inmisericorde con unos personajes, los gángsters, que tantas alegrías les ha dado al cine. DeNiro, sobre todo cuando no tiene tanto retoque digital encima, está magnífico, pero Pesci (cómo un actor retirado puede decir tanto con tan poco) y un Pacino avasallador se comen la escena. Scorsese en su línea. Si no fuera por esa primera parte, hablaríamos de la mejor película del director, pero a esa hora le falta el ímpetu y el interés que sí supo despertar en Uno de los nuestros.
Obra Maestra.