Bienvenidos, auténticos creyentes, a La Tapa del Obseso, la sección de Raúl Sánchez.
Los intentos patrios
Nosotros, como los que hicieron The Crown, lo hemos intentado. Quiero decir, hacer películas de la monarquía. Pero no nos salen. O sí. Recordemos aquel impresionante documento que es “Felipe y Letizia” (2010), con Amaia Salamanca en toda su gloria haciendo de Letizia Ortiz, Fernando Gil haciendo del príncipe más aburrido de todos los tiempos y el ya mítico papel de Juanjo Puigcorbé como Juan Carlos I. Se tomó la avalancha de bromas tan mal que se hizo independentista catalán. O puede que sumaran más cosas, a saber, pero su trayectoria profesional es una cosa rarísima y fascinante.
Al fin y al cabo, por más que contaran con alguien competente como Marisa Paredes en el papel de reina Sofía la falta de presupuesto no era una excusa. Había problemas de fondo, entre ellos una falta de honestidad y, vamos a decirlo, un no creerse lo que estaban contando que no podían disimular. Al hablar de The Crown, la serie de la monarquía británica desde el ascenso de Isabel II, podríamos hablar del dinero que han metido allí, claro, que es mucho, hasta el punto de decirse que es la serie de televisión más cara hecha hasta hoy. Se ha escrito bastante sobre si la serie es pro-monárquica o es una sutil crítica a ésta. Lo meritorio es que hay debate. Quiero decir: lo que más destaca de la serie las primeras dos temporadas no es tanto desvelar los sucios secretos que nunca sospechamos de Isabel II sino el aroma a complejidad y credibilidad de lo que estamos viendo.
Lo que no depende del dinero en The Crown
Si en The Crown lo consiguen es por cosas que no dependen tanto del dinero. Es decir, la ambientación vale dinero, transportamos décadas atrás de forma creíble lo vale, etc. Pero la credibilidad viene de la intención, desde el principio, de intentar transmitirnos lo compleja que es la política y la representación de un país. Seamos sinceros: la serie deja a Isabel II como de las pocas personas buenas, honradas, nobles y sacrificadas de Reino Unido. A ello contribuye, y en eso sí es igual que “Felipe y Letizia”, haber puesto a una actriz mucho más guapa, dulce y con aire mucho más inocente que la reina Isabel de joven. Pero la complejidad viene de los choques culturales entre ella y todo el aparato político inmovilista alrededor suyo. Choques que no siempre gana. Pero de los que aprende. También de las muy distintas formas de ver la política de los primeros ministros, de su marido, de su familia, de los telepredicadores o de editores de periódicos decepcionados con los discursos aburridos de la reina. Formas que son, como pasa en política, conflictivas contra algo o alguien.
Tenemos desde gente que solo quiere que le den más dinero a gente que no sabe irse de su puesto cuando está desfasado. Gente profundamente idealista y cínicos sin remedio. Aunque, vamos a decirlo, el retrato general en The Crown es de que ante todo se pone el foco en el idealismo: el interés general de Gran Bretaña. Ya sea desde posiciones arcaicas, ya sea desde un tímido reformismo, los personajes buscan a través de la monarquía el bien común. Son los personajes retratados como inmaduros los que se salen de esta norma: sólo buscan su interés particular y no se sacrifican por la monarquía, es decir, por Gran Bretaña. Es uno de los temas estrella: el sacrificio personal por el bien del país.
El uso de la magia
Un sacrificio que no se oculta que tiene que ver con la magia: la idea de que una serie de personas, la familia real, pueden estar por encima de las luchas diarias, del barro y de las miserias mundanas. La propia magia que intentan los monárquicos proteger en la serie traspasa la pantalla, al pintar a Isabel II como la última representante de la decencia, la inocencia y la bondad. Es por eso que, vengamos de donde vengamos ideológicamente, es fácil dejarse engatusar por The Crown y por las mil trampas, decepciones y contratiempos que pasa Isabel en cada capítulo. Por más que el sitio en el que ponemos de su lado esté construido a su vez con muchas trampas sentimentales. Trampas hechas con lenguaje televisivo bien realizado, sobrio, elegante y con factura exquisita. No hay nada de sobreactuación aquí.
No es cuestión de tener actores enormes que se parezcan a los originales sino que encajen física y mentalmente en lo que tratan de contar. Es muy discutible que Churchill fuera como lo muestran en la serie. A rasgos generales puede, pero hay detalles que le han tratado de mejorar respecto a su visión política de las cosas, que en pleno siglo XXI quedaría algo anticuada o espantosa en según qué cosas. Pero no es discutible que aunque haya cosas históricas a debatir no desentona en absoluto con lo que se está contando y con la mitología popular sobre él. Hecho sin estridencias ni exposición explícita de vendernos una moto ni subrayando nada con planos eternos de cámara. Es de nuevo el espíritu de The Crown: el uso de la magia, de la leyenda para hablar de los grandes debates políticos sobre si los adultos necesitamos leyendas vivientes para organizar nuestras vidas de modo civilizado o si no son necesarias. Toda esta falta de estridencia o sutileza tiene especial mérito con el presupuesto que han manejado: la historia de la televisión y el cine tiene ejemplos sobrados de dilapidarse montañas de billetes en absolutas idioteces.
Moldes rotos por la vuelta a la narrativa clásica
Hay que resaltar que el interés de The Crown viene también por romper el molde de serie que tanto hemos visto: capítulos en los que no pasa nada, alguna novedad al final del mismo como mucho, muchos minutos de planos de gente callada mirándose, mucha cháchara intrascendente que teóricamente explica cosas de los personajes, etcétera. En The Crown cada capítulo tiene su propio comienzo, nudo y desenlace de modo muy clásico, algo poco común en Netflix. En cada parte del episodio cambian aspectos de los personajes conforme avanza la trama de éste. Las consecuencias de esto pueden verse en varios capítulos después. Y todo sin caer casi nunca en cosas superfluas: no hay mucho espacio para ver la serie a más velocidad de lo normal como tanto se ha leído o escuchado de tantas otras.
The Crown es una serie que quizás no es realista ni puede ser históricamente fiable por el tema del que habla, pero consigue transmitir credibilidad, complejidad y sobriedad. Valores que van como el anillo al dedo con la protagonista, que es la encarnación en la serie de todos ellos. Es a la vez humana y a la vez mágica, está implicada pero está por encima de las cosas mundanas. Hay un juego entre el lenguaje televisivo usado y lo que transmite la idea de la monarquía británica que está logradísimo. Y que es, en gran parte, la razón fundamental de que la serie tenga el éxito que tiene y fascine como fascina a quien la ve.
Sed felices.