Nueva entrega de La Historia de Lisey, la miniserie que, con dirección de Pablo Larraín y guion de Stephen King sobre novela propia, emite semanalmente Apple TV.
Bienvenidos una vez más para analizar episodio de La Historia de Lisey: hoy nos toca el cuarto, cuyo título es Jim Dandy y es, hasta el momento, el más intenso y violento de la miniserie. Pasemos ya mismo a desbrozarlo, no sin antes invitarles a echar ojo aquí a nuestros análisis anteriores ni dejar de advertirles, por si aún no lo han visto, que SE VIENEN SPOILERS DE LA TRAMA.
El Hombre del Yo-yo
Jim Dandy es el alias con el cual el psicópata Jim Dooley viene firmando sus notas y mensajes de amenaza: al hacer el título del episodio referencia a él, no puede sino tener un lugar central en el desarrollo del mismo; por cierto, una entrega cargada de locura y violencia física.
Es imposible no asociar a Dooley con Annie Wilkes, pero hay cuestiones que lo hacen terrorífico de un modo distinto: mientras que la enfermera de Misery dirigía su violencia contra el escritor por defender a un personaje de ficción, Dooley lo hace contra la viuda en defensa de un escritor fallecido de cuya obra, como lector, se arroga la propiedad. Creo que se empieza a entender por qué no habita en Boo’ya Moon: está, de por sí, tan ido de la realidad que no necesita mundo imaginario alguno; le alcanza este para hacer que tome forma la más terrible pesadilla. Ello le convierte en un terror más tangible que podría estar caminando entre nosotros e incluso, a diferencia de Wilkes, visitar a domicilio.
El episodio comienza con Lisey escuchando un amenazante mensaje por él grabado y no tiene mejor idea que maldecirlo sin saber que está en la casa. En una salvaje secuencia con bastante de David Lynch, la asfixia con una bolsa plástica hasta dejarla inconsciente para luego, maniatada y ya vuelta en sí, propinarle brutal cabezazo en la nariz, además de golpes de puño a granel y cortes en la piel.
Confieso que, en determinado momento, se me hizo difícil mantener la vista en la pantalla aun cuando lo que se nos muestre es mayormente el desencajado rostro de Dooley descargando su furia: todo ello mientras escucha discos de vinilo de The Crickets o Maria Callas, o bien degusta un sandwich, creando un cuadro estremecedoramente siniestro de tan pueril.
¿El motivo de la violencia? No está conforme con los manuscritos hallados y busca ciertos “papeles secretos” que, supone, Lisey le oculta. Su odio visceral puede diferenciarse en forma, pero no en fondo, con el de los más fundamentalistas fans de los Beatles por Yoko Ono: Dooley se considera más cercano a la obra de Scott Landon que su propia viuda, a quien enrostra que “solo calentaba su cama”.
Ella tiene la imprudencia de tildarlo de vulgar ladrón, lo cual deviene en una violencia aún más encarnizada. En cuanto al yo-yo con que él siempre juega, dice haberlo comprado en eBay como parte de la campaña promocional para acompañar el lanzamiento de la novela Demonios Vacíos.
Deja brutalmente golpeada, cortajeada y desfigurada a Lisey, cuyos desesperados y lastimeros gritos llegan hasta Boo’ya Moon, en donde son oídos tanto por Amanda como por Scott.
Alguien ha estado Aquí
Para cuando Dooley ya se ha ido y ella logra liberarse, encuentra que ha dejado una nota amenazando con que, en caso de mínima denuncia, no solo acabará con ella sino, antes, con sus hermanas.
Casi como rubricando sus palabras, le vemos luego en el domicilio de Amanda, sentado frío e impunemente, perdida su mirada y sin siquiera ser visto por Darla, que ha ido allí para hacer desaparecer un arma de su hermana y a quien solo le llama la atención ver sobre la mesa dos platos con signos de que alguien ha estado comiendo: siniestra reminiscencia a Ricitos de Oro, que vuelve a demostrar la fuerte impronta terrorífica en los cuentos infantiles (¿sabían que en la versión “original”, la niña acaba devorada por los osos?).
Darla, quien nunca piensa que esté sucediendo algo fuera de lo normal, entiende que quien ha comido allí ha sido Lisey al ir en busca de la caja de cedro y así se lo recrimina luego por teléfono, sin que esta objete nada aunque intuya, quizás, lo ocurrido.
Lisey no dice a Darla palabra alguna sobre lo que le pasó como tampoco a Dan, el oficial de policía que, estando asignado a vigilar la casa, debió abandonar su puesto por el incendio del granero que el mismo Dooley provocó para allanarse el terreno. Su silencio se explica por la amenaza recibida, pero no solo por eso: viendo al espejo su calamitoso estado, Lisey recuerda aquello que solía decir Scott acerca de que los Landon siempre sanan rápido y, siendo ella, por matrimonio, una Landon, intenta hacerlo recurriendo al agua (elemento que toma cada vez mayor protagonismo) y a los recuerdos.
La Colina del Amor
El momento de evocación junto a la piscina le trae a Scott, quien, como solía hacerlo, la llama “babyluv”: otra palabra inventada por King que se viene repitiendo y que nos hace pensar que tendrá alguna importancia futura. De allí, el recuerdo la lleva, una vez más, al árbol yum-yum, bajo cuya copa nos había dejado el flashback del episodio anterior, con Lisey intranquila y Scott calmándola mientras el lugar se inundaba.
Cuando salen de abajo de la copa del árbol, este ni siquiera parece el mismo y lo que les rodea no es un helado paisaje invernal sino una fronda multicolor iluminada por la luna roja en una escena que vuelve a sublimar la maravillosa fotografía de Darius Khondji.
El paraje es identificado por Scott como “la colina del amor” (Sweetheart Hill en inglés original): allí, según dice, asistían él y su hermano Paul para escapar a la violencia de su padre. Una repentina brisa mece la floresta (me viene a la mente el “monstruo de humo” en Perdidos) y aparece avanzando hacia ellos la enorme criatura de ojos azules que viéramos al cierre del segundo episodio.
La pareja echa a correr y Scott pide a Lisey que los saque de allí pensando en algún lugar del mundo real: instantes después, ambos están sentados plácidamente junto al fuego de la chimenea.
Scott explica que el “niño alto” (tal el nombre que siempre da a la criatura) se le viene presentando desde su infancia y, al parecer, tiene mucho que ver con el origen de sus historias: pareciera representar esa “mitad siniestra” de todo escritor y de la que King ya nos ha hablado antes.
Su recuerdo (otra vez flashback dentro del flashback) tiene que ver con esa misma colina y el momento en que su hermano, atraído inexplicablemente hacia el niño alto a pesar de sus ruegos, terminaba siendo herido por la criatura en un brazo: inevitable la analogía con los cortes que, tan reiterados en la historia, parecen tener que ver con dejar salir el mal afuera. Vemos que, en efecto, Paul va a curarse al mismo estanque del anfiteatro y tenemos indicios de que murió más tarde ya que Scott dice haberlo enterrado en la colina: no se sabe si como consecuencia de esa misma herida, pero la relación no parece fortuita.
Vamos entendiendo, además, cuál es el lugar que cabe a Lisey en la historia y que, seguramente, opera como analogía del que Tabitha, esposa de Stephen King, tiene para su vida. Según Scott le dice, ella tiene el don de poder moverse entre los dos mundos, lo cual se puede tomar como el cable a tierra con que King definió a su pareja más de una vez.
Pero no solo a Scott nos llevan los recuerdos de Lisey: también a Amanda, cuando aún no estaba en el estado catatónico que hoy le conocemos pero sí lo estaba Scott, lo cual nos anoticia de que en aquella escena en que Lisey le encontrara sentado y extraviado con la colcha afgana a los hombros, no estaba aún muerto sino ido y ausente de modo muy semejante al que hoy vemos en su cuñada.
Al parecer, Amanda mantenía comunicación con él cuando estaba en ese estado y ello explica la permanente insistencia de Lisey en sonsacarle información sobre Scott.
Balance del Episodio
Hemos llegado a la mitad de la miniserie y en esta entrega hemos conocido más (y cómo) a Jim Dooley, cuyas semejanzas y similitudes con Annie Wilkes ya hemos mencionado.
También hemos hablado acerca de cómo se va haciendo cada vez más fuerte la referencia de Stephen King a su esposa como nexo con la realidad o a sí mismo como escritor infravalorado: de hecho, una de las razones por las que Dooley quiere los manuscritos es para lograr reivindicarlo y hacerlo acreedor del Nobel, buena metáfora sobre el manido antagonismo entre literatura “culta” y popular, así como del menosprecio que seguramente King, al igual que otros autores de éxito, sufre de parte de círculos literarios académicos.
Hay cosas que siguen sin entenderse, pero el propio Scott se encarga de remarcarlo, razón suficiente para ser pacientes: no se sabe aún en qué modo el agua opera como vínculo entre ambos mundos ni por qué Lisey se puede mover de uno al otro más fácil que el resto.
Sin embargo, no creo que haya que desesperarse sino dejarse llevar y entregarse a la contemplación: en ese sentido, este ha sido un gran episodio, aun cuando esté claramente dividido en dos y su segunda mitad haya sido mucho menos lineal que la primera en cuanto al manejo del tiempo.
El brutal arco de Dooley nos devuelve a la realidad de un modo bestial y sin concesiones, pero cuando Lisey busca curación, pareciéramos escapar de ella. Y sin embargo, la impresión es que ambos mundos están conectados y que uno se explica por el otro o bien se retroalimentan: no sabemos bien de qué modo, claro, pero resulta evidente que lo que ocurre en la “realidad” está condicionado por la fantasía y por los mundos creados por Scott en sus historias, de igual manera que lo que ocurre en Boo’ya Moon termina siendo expresión o resultado de temores nacidos en este mundo.
La serie, insisto, tiene un ritmo especial y ello puede hacer que, quizás, no sea del gusto de todo el mundo: es probable que quien busque un terror más convencional por tratarse de Stephen King, salga decepcionado. Pero sin embargo, si uno, como dije, se deja llevar por la historia, termina experimentando una angustia y un sobrecogimiento que supera a muchas propuestas del género. Más que asustar, inquieta y más que aterrar, estremece.
Volviendo a las cuestiones aún irresolutas, tampoco sabemos qué pasó con Paul ni cómo fue que terminó muriendo Scott o si ya estaba muerto después del disparo y siguió conectado de alguna forma con Lisey hasta que ya no lo hizo. “Yo te quería. Te salvé dos veces”, repite ella en enigmática frase durante este episodio.
El faro, esa pequeña réplica reminiscente de Castle Rock, sigue siendo otra gran incógnita, pero su constante presencia remarca su carácter de ícono, quizás la luz con la cual, desde donde sea, Scott busca guiar a Lisey.
En fin, todas preguntas que, a menos que hayamos leído el libro, no tienen todavía respuestas, pero a ello me refiero cuando digo que hay que ser pacientes. Insisto en que, a mi entender, este ha sido otro gran episodio y veremos si el próximo nos sigue entregando pistas en esta cacería de dálivas.
Hasta entonces y sean felices…