Bienvenidos, auténticos creyentes, a La Tapa del Obseso, la sección de Raúl Sánchez.
Seguro que lo has escuchado. Y varias veces. Nintendo es un poco para niños. Nintendo tiene una estética infantil. Nintendo no hace más que sacar sus cuatro juegos de siempre, el Mario, el Zelda, el Mario Kart y todos los Marios, una y otra vez, cambiando dos cosas y a vender. Nintendo vive de un grupo de gente llamada “casuals“, que son algo así como gente que sólo juega de vez en cuando y no dedica su vida y alma a los videojuegos. Pero bueno, seguro que lo has escuchado en otros ámbitos que no son los videojuegos. Por ejemplo, en el cine. Por ejemplo, aplicado a Disney y a las películas de superhéroes.
Las razones de toda esa corriente de pensamiento dan para varios artículos, uno de los cuales debería ir acerca de la poca disimulada manía a la estética japonesa por parte de tanto analista de videojuegos occidental. Una manía puramente estética que impide en muchas ocasiones descubrir que la parte jugable, las recompensas y castigos tal y como están metidos en el videojuego, muchas veces sorprende. Que tras esas estéticas con tantas influencias del manga el juego de rol japonés medio tiene un sistema de combate mucho mejor de media que los juegos de rol occidentales. Que The Elder Scrolls IV: Oblivion (de cuya saga hemos hablado aquí extensamente), por poner un ejemplo de un juego de rol occidental exitoso, no le llega ni a las suelas de los zapatos en cuanto a mecánicas jugables y sistema de combate a un título menor de rol japonés como Resonance of Fate. Ya no hablamos de comparar mecánicas involucradas en los combates de un Fire Emblem de la vida con las de un XCOM (siendo ambos juegazos, que conste).
Es por eso que hablar de otro juego de Zelda parece que es hablar para convencidos. Dentro de la parte justa de ello debemos decir algo: desde el ya lejano Ocarina of Time (1998) los juegos de la saga de un modo u otro siempre parecían intentar resucitar a aquel juego que tantísimo impactó. Al fin y al cabo, Ocarina of Time es en casi todas las encuestas uno de los dos o tres videojuegos que aparecen siempre como de los mejores de todos los tiempos. Una de las cosas complicadas de suceder a un mito es la constante comparación con él. La salida de Nintendo ha sido durante estos años de una manera u otra seguir más o menos las lógicas jugables que impresionaron tanto a finales de los 90. A veces con más acierto, a veces con menos. Haciendo por lo general un trabajo digno sin caer en el ridículo, como suele ser la constante en Nintendo. Si ha sido posible que Nintendo tenga ese suelo de calidad del que casi nunca baja es por lo que han dicho toda la vida: los videojuegos son antes arte que tecnología. Pero, vamos a decirlo, los juegos de la saga llevaban cerca de 20 años siendo continuistas.
Dentro de la parte injusta está la habitual mencionada más arriba. Pero vamos a ir más allá: casi todos los Zelda tienen un argumento simple y prototípico. Somos Link, el elegido para salvar a la princesa Zelda y al mundo del monstruo, del demonio, de Ganon. Es la historia más vieja del mundo, el famoso viaje del héroe, por más que a veces el término pueda ser discutible. Aunque en el caso de los juegos de Zelda es tal cual:
El héroe arranca de su mundo ordinario, y recibe algún tipo de llamada para penetrar en otro desconocido, poblado de poderes y acontecimientos extraños. El héroe que acepta la llamada para entrar en este mundo extraño debe enfrentarse a diversas tareas y pruebas, ya sea en solitario o con ayuda. En las versiones narrativas más desarrolladas, el héroe debe sobrevivir a un grave problema, a menudo con ayuda. Si el héroe sobrevive, obtiene un gran regalo, don o bendición. Después, el héroe debe decidir si regresa al mundo ordinario con el don adquirido. Si el héroe decide volver, él o ella a menudo se enfrentan a retos en el viaje de vuelta. Si el héroe regresa con éxito, la bendición o el don se pueden usar para mejorar el mundo. Las historias de Osiris, Prometeo, Moisés o Gautama Buda, por ejemplo, acatan estrechamente este modelo.
A lo largo de décadas los juegos de Zelda han tratado con excepciones (sobre todo la terrorífica y muy turbadora entrega The Legend of Zelda: Majora´s Mask) de contar la misma historia, sí. Con una estética visual aparentemente infantiloide, puede. Pero la base jugable ha hecho que sean varios juegos de la saga algunos de los mejores de siempre. De los que marcan. De esos que te acuerdas de verdad de partes de varios de esos juegos aunque pasen años. Los videojuegos son arte antes que tecnología. Es antes saber diseñar las recompensas que te da videojuego por simplemente jugarlo que obsesionarse por los millones de polígonos que muestra en pantalla. Los Zelda envejecen espectacularmente bien, incluso el de la lejana Super Nintendo noventera, por esta razón: artísticamente son casi siempre bellísimos y su base jugable es sencilla, directa y sin complicaciones. Pero mirad el Tekken 1 (1994) y llorad. Nintendo sabe todo esto desde siempre: lo han dicho abiertamente así. Por eso será, que nadie lo dude, la última compañía de videojuegos en desaparecer en caso de que el mercado de videojuegos implosione.
Cuando acabé The Legend of Zelda: Breath of Wild en Switch acabé maravillado. Con ese tipo de sensación de que has disfrutado de algo tan estupendo que desearías no haberlo conocido para poder disfrutarlo de nuevo, vírgen, sin saber nada. Y era, en parte, porque esta vez se habían atrevido. Han roto el molde de Ocarina of Time. El juego ya va de otra cosa que no tiene nada que ver. Cómo se juega no tiene nada que ver. Las cosas que haremos la mayor parte del tiempo son distintas. Se han metido en la inmensa jungla de un género que es casi totalmente occidental, los videojuegos de mundo abierto, y no sólo han salido vivos. Es que posiblemente no haya un juego de ese género que pueda decirse que es cualitativamente superior. Han arriesgado muchísimo con un juego mitológico y con su sombra haciéndolo fantásticamente bien y marcando un nuevo techo de hasta donde puede llegar un videojuego de un género que les era ajeno. Y todo ello lo han hecho haciendo un videojuego divertidísimo, que no puede ser más accesible y que es una de las dos o tres cosas más bellas artísticamente que se han podido ver en un videojuego de este siglo.
El juego nos suelta casi desde el principio en el mundo con casi todo lo que necesitamos. Bueno, la primera zona, no muy grande, actúa de tutorial, aunque disimulado muy inteligentemente. En poco tiempo el juego nos enseña todo lo que vamos a hacer el resto del juego. Al contrario que en otros Zelda, aquí tenemos las herramientas para superar todos los puzzles desde el principio. Nos explican lo básico de las mecánicas. Y nos sueltan al mundo. Desde ahí tenemos la primera misión principal: ir al castillo del centro del mapa, derrotar a Ganon y rescatar a Zelda. Primera misión que es, claro, la última que haremos, pero da pistas de por donde va el juego: podemos ir a la batalla final cuando creamos nosotros. Cuando nos sintamos preparados. Podríamos en este punto decir que quizás el videojuego no consigue salvar el principal escollo de todos los videojuegos de mundo abierto. Es decir, hay una urgencia (¡Zelda está conteniendo a Ganon en el castillo! ¡hay que darse prisa!) pero el protagonista puede perder el tiempo pescando o participando en carreras de caballos. Le pasa absolutamente a todos los juegos del género.
Pero donde Zelda destaca es, lo primero, en lo bello que es todo. Nada de tener el mapa lleno de dos millones de iconos distintos, nada de agobiar incluso visualmente al jugador. El que quiera iconos deberá ponerlos él. Si ves algo interesante cuando estás en un sitio alto debes ser tú el que va al mapa y pone un icono de que deberías ir por ahí, más o menos. O no. Las indicaciones de los personajes de sobre donde están los sitios no te llevan de la manita al sitio en cuestión. Piensa cómo irás. ¿Es mejor escalar? ¿damos rodeos? ¿hay una ruta secreta? ¿usando poderes puedes llegar? El juego no te lleva de la mano y tampoco te da un azote como se te ocurra salirte del camino teóricamente prefijado para ir. Al revés: te premia constantemente por inventarte una forma poco habitual de hacer las cosas. Escalar esa montaña para llegar al otro lado resulta que te lleva a diamantes. Dar aquella vuelta te lleva a un cofre. Usar los poderes te lleva a un sitio donde recoger más semillas (que hacen que podamos llevar más armas, escudos o arcos). No hay prácticamente paredes invisibles, tan propias de los desarrolladores que temen que el juego se les rompa cada dos por tres. En Zelda no. Hay literalmente centenares de vídeos de locuras hechas por los jugadores con las herramientas que tenemos desde el principio.
En todo el viaje para conseguir mejores armas, escudos, tener más vida y resistencia iremos maravillándonos constantemente. El juego es una oda a la maravilla, a la sorpresa constante. Es por eso que la gente acaba encantada, maravillada y con la alegría de un niño, recordando la época en que todo le sorprendía a uno. Ir por un puente y que sin saber cómo aparezca un dragón elegantísimo volando detrás de la montaña. Un rayo que cae y que provoca un incendio en el bosque, asustando a los animales. Que estés en una zona con mucho frío, el protagonista esté tiritando (¡y perdiendo vida!), sacar una espada de fuego y que se acabe la tiritera. Jugar con un perro que está al lado de una posada y que tras hacerte amigo suyo te lleve a un tesoro. Descubrir que la mecánica que aprendiste al principio resulta que tiene otro uso que se te ha ocurrido de repente y funciona estupendamente. Podríamos seguir durante párrafos y párrafos, pero es increíble que llevando toda una vida jugnado a videojuegos esté uno jugando a este Zelda y siga maravillándose hora tras hora.
No hay limitación de los escenarios desde el principio. Puedes ir de cabeza a por la batalla final. Puedes ir a la parte del mapa que quieras. Puedes hacer la mazmorra que quieras. No hay los límites de los Zelda anteriores en los que era necesario un objeto para poder acceder. No hay la contaminación visual de las mil misiones secundarias con sus iconos en el mapa. Hay unas cuantas secundarias, pero ni abruman ni escasean. Han encontrado un equilibrio en su número estupendo, por más que en casi todos los casos sean muy estereotipadas, las cosas como son. Lo que no lo es es la física del juego. Es decir, su uso. La gravedad importa para muchas puzzles (tenemos una herramienta para desafiarla) y puede jugar a nuestro favor. La temperatura puede dificultar ir a sitios, pero tenemos comidas, trajes, antorchas y hasta armas que pueden ayudar a combatirla. El hielo puede fundirse, las rocas enormes pueden moverse usando nuestras herramientas. De muchos modos. Todo esto lleva a la explosión de creatividad que son los santuarios: minimazmorras que actúan como puzzles en los que usar las herramientas iniciales de maneras nuevas, tras los cuales se esconde la posibilidad de tener más vida o más resistencia, además de objetos muy jugosos. Suelen ser puzzles muy ingeniosos, no muy largos de ejecutar, pero enormemente satisfactorios de resolver. Y lo son por la variedad enorme en cosas que hacer para resolverlas, habiendo incluso alguna que nos llevará a pensar más de la cuenta. Un juego sólo de estos santuarios sería ya de por sí fantástico: la creatividad que hay invertida en su diseño es, de nuevo, sorprendente. Y eso que hay 120 santuarios.
Podríamos seguir hablando de cómo el juego tiene las recompensas muy bien medidas y la dificultad muy bien escalada, nunca te deja en un estado en el que los enemigos no puedan hacerte daño. O cómo el control de Link es soberbio y responde de manera suave y precisa a lo que queremos hacer. O de cómo es un mundo abierto en el que no vas como un zombi a por el siguiente punto de control sino que disfrutas de verdad de todo recorrido que haces, de lo que ves, de lo que descubres en cada hora. O de la suave, sutil y relajante parte sonora del juego, complemento que va perfectamente en sintonía con lo que estás disfrutando visualmente. Y seguiríamos páginas y páginas, discutiendo quizás que como se ha dicho es el Zelda en el que más veces se muere sin que lleguemos a extremos de un juego de From Software, pero viendo algunos dejes de allí, como que el sistema de combate haya contraataques, importe la velocidad del arma, tengan las armas diferentes formas de atacar, rangos y daño o que haya esquivas que ralentizan el tiempo, como en Bayonetta (de la que hemos hablado en este blog). Es decir, el sistema de combate es el más profundo de la saga, aunque nadie debe asustarse: yo me lo he acabado sin usar un solo contraataque ni esquiva. Y qué decir de la mismísima Zelda: Nintendo ha intentado, muy sutilmente, desplazarla lentamente de su papel de simple princesita a salvar. Es ella la que es protagonista de la leyenda, es ella la que sostiene al mundo hasta que vuelva Link. Los recuerdos que podemos ir encontrando de Link al respecto nos introducen en una historia más compleja para ella: unas expectativas desproporcionadas entorno a ella, la presión de ser un pilar en el que descansa prácticamente el mundo, la inicial antipatía hacia Link…Zelda es, como corresponde a la época en que vivimos, más independiente y fuerte que nunca. Es ella la que al principio salva a Link y al mundo. Es ella la que quiere que Link y ella estén en plano de igualdad. Nintendo ha llegado ahí.
En resumen, The Legend of Zelda: Breath of the Wild puede mirar a los ojos a The Legend of Zelda: Ocarina of Time. Es lo suficientemente diferente como para no ser otro juego más de la saga, es lo suficientemente bueno como para estar a esa altura en la mitología de los videojuegos. Es una de esas pocas cosas que los que lo hemos jugado recordaremos bastante bien dentro de 10 y de 20 años. Porque pase lo que pase tanta belleza no envejecerá nunca.
Sed felices.
Totalmente de acuerdo contigo amigo Raúl. Creo que este es el juego más bonito que he visto nunca, y eso que la Nintendo Switch tiene menos potencia que la PS4 o la Xbox One. Pero es que además de ser un juego precioso, es divertido como pocos. Sus mecánicas jugables son todas muy acertadas y es un gustazo ir poco a poco aumentando de poder e ir visitando lugares nuevos, o internandose en los Santuarios para solucionar los puzzles. Sin duda está en mi top-3 de juegos de toda la historia.
Ahora a esperar mordiendome las uñas que salga The Witcher 3 en la Switch… ¿Quién lo iba a decir hace algún tiempo?
Que sea tan bonito es un mérito enorme de los artistas de Nintendo. Siempre han tenido claro, siempre, que los videojuegos son antes cosa de artistas que de ingenieros. Con esas prioridades llevan siempre y han conseguido ya no sabemos cuantas veces dejar cosas para el recuerdo.