El director plasma una visión descorazonadora sobre su realidad nacional, centrando su atención en puntos concretos del mapa humano y geográfico para aludir directamente al plano genera del país. Una visión descorazonadora, terrible realmente en su trasfondo, sí; pero siempre recubierta por una pátina de humanismo hermosa exenta de cualquier intervención gubernamental. Los personajes de las películas de Baker, apaleados por el dolor de la marginalidad, salen adelante fortaleciéndose entre sí, ayudándose unos a otros, sin esperar un socorro institucional o externo a sus círculos que saben imposible; en la mayor expresión de belleza humana posible. Retratos del extrarradio, que destruyen de raíz el ideal del sueño americano tan extendido.
Desde sus inicios ha buscado adaptar los códigos del realismo social inglés de autores cuya influencia es notoria en su cine como Ken Loach (Kes) o Mike Leigh (Secretos y mentiras) al contexto estadounidense. En sus películas, sus personajes y sus maneras de lidiar con sus complicadas circunstancias —a menudo el problema central es el dinero, evidentemente, afilando aún más su punzante mirada sobre el sistema capitalista— son el motor principal de la acción, y toda herramienta cinematográfica se pone a su plena disposición, en un ejercicio de respeto máximo. Casi todas sus obras cuentan con actores no profesionales al frente del reparto, a los que Baker sabe extraer su pureza más humana, para constuir una expresión de realidad casi imposible de alcanzar utilizando estrellas de Hollywood.
A lo largo de su trayectoria, el cine de Sean Baker ha evolucionado desde un estilo muy influenciado por el neorrealismo y el cinéma vérité —que coincide con sus tres primeros largometrajes menos conocidos, pero igual de admirables: Four Letter Words, Take Out y Prince of Broadway— a unas formas más personales para las que, sin perder la esencia de sus referentes, experimenta más con los formatos —35mm, 16mm, iPhone5—, otorga mucha importancia al color, estiliza sus narraciones y busca encuadres más abiertos, con lentes más anchas, para resaltar la capital importancia del entorno de sus personajes.
Después de esta breve introducción sobre la figura de Sean Baker, posiblemente uno de los cineastas estadounidenses contemporáneos con más talento, y, con motivo del reciente estreno de su última película, Anora (2024), ganadora de la Palma de Oro 2024 y ya considerada por muchos su mejor obra, voy a repasar los ocho largometrajes —incluyendo el citado— que conforman su filmografía, además de mencionar de pasada algunos cortometrajes más anecdóticos que la complementan.
A diferencia de los artículos que escribí sobre Robert Bresson, el formato no será un ránking subjetivo, sino más bien un recorrido a través de su particular carrera en orden cronológico, para poder formar mejor una idea sobre su visión del séptimo arte.
Four Letter Words (Four Letter Words, 2000)
Un grupo de personajes masculinos se reúne para celebrar una fiesta nocturna en verano un tiempo después de su graduación universitaria. El alcohol va pasando factura y la inmadurez y blasfemias sexuales no tardan en salir a la luz.
En el año 2000, una vez finalizados sus estudios de Producción de Cine y Televisión en la Universidad de Nueva York, Sean Baker se inició en el mundo de la dirección cinematográfica con dos trabajos. Hi-Fi es un cortometraje de cinco minutos y medio sin diálogos —únicamente acompañado por música—, en el que el cineasta ya apunta maneras. La cinta sigue a un grupo de personajes conduciendo de noche en el jolgorio de su juventud, para terminar comprando y consumiendo droga. Un trabajo conciso y aún más interesante si se concibe en díptico con el largometraje que estrenó ese mismo año.
Four Letter Words, lejos de ser una obra memorable, construye una visión propia sobre la juventud, más a modo de experimento de captación del instante, que atendiendo a cuestiones narrativas. La película observa, sin juzgar, las actitudes de distintos hombres jóvenes afectados por el alcohol que, en la confortable armonía masculina, fantasean con el sexo sin tapujos, casi como niños que descubren su sexualidad; alternando sus puntos de vista continuamente para ofrecer una mirada más general sobre el impúdico comportamiento del hombre.
La reiterativa narrativa —casi toda la película es una concatenación de secuencias de amigos hablando de sexo— de la ópera prima de Baker no funciona demasiado bien, por lo que Four Letter Words queda en una cinta anecdótica que, no obstante, refleja el talento en el retrato social de su director y su capacidad de transcribir la realidad a la pantalla sin emitir juicios morales sobre las conductas de sus personajes.
Take Out (Take Out, 2004)
Un inmigrante ilegal chino, Ming Ding (Charles Jang), que trabaja como repartidor de comida rápida a domicilio, debe una gran cantidad de dinero a unos prestamistas y tiene hasta el final del día para reunirlo.
En su segundo largometraje, Sean Baker —que codirige y coescribe con Shih-Ching Tsou, una cineasta taiwanesa que produciría años después las películas del estadounidense desde Starlet en adelante— afila su estilo y confiere al trabajo un sentido más narrativo, si se quiere, que en su ópera prima, configurándose aún así desde una sencillez argumental máxima. ç
Take Out plantea un conciso inicio convencional, que sirve de llave para un distendido segundo acto que se extiende prácticamente hasta la última escena. Rozando el documental, la cinta plasma la mecánica labor de reparto de Ming a lo largo de un día completo, sin artificio ni morbo; únicamente el testimonio sobre la cruda realidad de un inmigrante chino en Estados Unidos y su dificultad para subsistir. Aquí comienza el camino de Baker en su retrato sobre los márgenes sociales.
El personaje protagonista, sobre el que recae casi toda la atención narrativa, se mantiene en un angustioso silencio casi todo el tiempo, limitándose a cumplir su cometido para alcanzar esa luz al final del túnel que se vislumbra sin demasiada claridad durante la película, y que cualquier golpe de azaroso infortunio puede apagar en un momento u otro. Además de Ming, la acción en el restaurante se observa de soslayo; esas discusiones entre la dueña y los clientes o las pausas de fumar de sus empleados, son momentos que ayudan a formar la imagen del ecosistema que Baker muestra.
En Take Out la repetición vuelve a ser un elemento narrativo primordial —igual que en su anterior Four Letter Words, aunque con un rumbo mucho más definido—, para representar la realidad cotidiana sin artificio. Una realidad que colisiona de lleno con el ideal del sueño americano tan ensalzado en el siglo XX y lo destruye por completo sin necesidad de un discurso explícito. El voraz sistema capitalista atrapando en sus propias vidas a los más desfavorecidos; los vuelve máquinas productivas —de ahí el sentido de la reiteración narrativa— con limitadísimas aspiraciones económicas y una enorme inestabilidad, que, no obstante, son imprescindibles para sostener el país.
El personaje del compañero de Ming aporta ese destello de humanidad y compañerismo tan característico en el cine de Baker, al ayudar al protagonista cediéndole sus encargos. Es impresionante el final de la película, y cómo el cineasta huye del pesimismo que apunta en un principio —dentro del propio tercer acto— para confiar en la bondad humana como única salvación, pues, lejos de torturar a sus personajes hasta la extenuación, Baker encuentra una vía de optimismo final muy de agradecer.
Prince of Broadway (Prince of Broadway, 2008)
Lucky (Prince Adu) y Levon (Karren Karagulian), son dos hombres cuyas vidas convergen en el distrito de venta de ropa al por mayor de Nueva York. Lucky, un inmigrante ilegal ghanés, se gana la vida comerciando con mercadería de marca rebajada. Levon, armenio-libanés, vende falsificaciones de grandes marcas en la parte trasera de su tienda. La vida de Lucky sufre un vuelco cuando aparece un niño cuya madre insiste en que él es el padre del bebé. Mientras, Levon lucha por salvar un matrimonio en crisis.
En su tercera película, coescrita con Darren Dean, Baker mantiene ese estilo documental tan cercano al cinéma vérité, que apuntaba en Take Out, esta vez con una narrativa mucho más definida, y continúa su incursión en el retrato de la sociedad marginal integrándose por completo en las complicadas vidas de dos inmigrantes —ghanés y armenio-libanés— en EEUU. Prince of Broadway es posiblemente su película más hermosa hasta el momento por el lazo que poco a poco se estrecha entre Lucky y su presunto hijo. Una belleza que contrasta con el oscuro y delictivo ambiente en que se los personajes coexisten, y que Baker se esfuerza en transmitir sin omitir esas crudas circunstancias que los rodean.
El cine del estadounidense busca en todo momento desestigmatizar los ambientes que retrata sin llegar a idealizarlos. Resalta el humanismo y la belleza interna de sus personajes sobre unos entornos áridos y complejos: busca dar voz a los que no la tienen. De esta manera concibe Prince of Broadway, una película que llega hasta el corazón sin necesidad de un estímulo desmedido, principalmente por las relaciones de sus personajes. Más allá del propio vínculo central de la narración entre Lucky y Prince —el niño—, la unión del ghanés con Levon instala de nuevo esa visión de hermandad entre los que comparten circunstancias que atraviesa la filmografía de Baker.
Desde su anterior Take Out y en adelante, la incertidumbre, fruto de una inestabilidad inherente a sus personajes, es una constante en su cine. Incertidumbre por la conclusión de sus historias, por el incierto futuro de los personajes. ¿Será Lucky el padre de Prince? o más bien ¿Acabará acogiéndolo o queriéndolo?; ¿Conseguirá Ming el dinero que necesita? En el caso de Take Out. Cuestiones relacionadas con la constante amenaza de la tragedia, que siempre sobrevuela sus películas.
“Me gusta cómo se ve Prince of Broadway. Lo único que cambiaría son algunos de esos zooms rápidos. Se convirtieron en algo tan característico de la versión estadounidense de The Office que ya no puedo verlo más. ¡Pero realmente venían de ese deseo de capturar ese estilo de cine-verdad! Aunque, por supuesto, era un estilo de cine-verdad falso. Algunos de esos zooms estaban allí para poner al público en un estado ligeramente frenético”. Sean Baker a Richard Porton en una entrevista de 2017.
Starlet (Starlet, 2012)
Jane (Dree Hemingway), una actriz pornográfica de 21 años, pasa el tiempo colocándose con sus compañeros de piso, Melissa (Stella Maeve) y Mikey (James Ransone), mientras cuida de su chihuahua Starlet. Sadie (Besedka Johnson), una anciana viuda de 85 años pasa los días sola cuidando de su jardín. Un día por cuestiones del azar, las mujeres se conocen y entablan una relación bastante particular.
El término Starlet —o Starlette, diminutivo de Star (estrella)— se utiliza para referirse a chicas jóvenes y sexys que quieren llegar a ser estrellas cinematográficas, pero sus posibilidades son ínfimas. Suelen ser extras o actrices de segunda. En la película de Sean Baker, la protagonista se ajusta bastante a la definición de este término. Jane trabaja como actriz pornográfica en el valle de San Fernando, un lugar de mala muerte en California, sumida en una vida insustancial y supercial; en un estancamiento existencial que no le proporciona más que agotamiento.
El pasado de la joven se mantiene tras el enigma en todo momento, tan solo se arrojan algunas pistas —como esa madre ausente que sobrevuela en su vacío la cinta de forma bastante significativa— que instigan a la sana elucubración sobre su vida anterior, porque, como siempre, Sean Baker elimina la representación directa del pasado, para centrarse casi exclusivamente en el instante, en la captación de un presente que el cineasta considera sobre cualquier otro tiempo.
Asimismo ocurre con la anciana Sadie, de la que, en los últimos compases del filme, es cuando conocemos un revelador detalle de su vida que termina de hacer encajar algunas cuestiones de la narración, y que se muestra —en una de las mejores escenas de la película, sin diálogo— de la forma menos edulcorada posible siendo un evento dramático absoluto.
Starlet confecciona desde la cotidianeidad más banal de encuentros y situaciones anecdóticas una profunda reflexión sobre el humano como animal social, que alberga una belleza sin igual. El contexto sucio y oscuro, determinado por el propio valle descafeinado de San Francisco y, claro está, el entramado de detestables —y maravillosos— personajes secundarios que rodean a Jane, vuelve a ser escenario marginal de la historia, y actúa como contraste con la luminosa relación de amistad que florece entre los personajes principales. Una relación bastante extraña en todos sus aspectos, que termina funcionando como catársis para sus integrantes: dos mujeres perdidas que complementan mutuamente sus vacíos.
Lejos de ser original en su planteamiento, la fuerza de Starlet reside en el enorme carisma y dedicación de sus personajes —y actrices—, y en cómo Baker da forma a su historia. Una hermosa película que supone una gran evolución en el cine de Sean Baker, pues además de observarse una mejora en la producción, el tratamiento visual cambia respecto a sus trabajos anteriores, tanto en la fotografía como en el uso de lentes más anchas para alcanzar encuadres de mayor amplitud; y el enfoque más documentalista se esfuma en pro de una estilización de las formas narrativas. Además, esta es la primera película del tándem Chris Bergoch-Sean Baker al guion, una sociedad que se prolongaría en las siguientes películas.
Starlet trata temas tan humanos como la redención y la soledad, desde una hermosa relación que supone un depósito de confianza en la amistad frente al mundo hostil.
La filmografía de Sean Baker alcanza su ecuador con esta maravillosa Starlet. En el siguiente artículo trataré sus cuatro últimas películas: Tangerine (2015), The Florida Project (2017), Red Rocket (2021) y su reciente Anora (2024).
Muchas gracias por leerme y ¡ved las películas de Sean Baker!