Bienvenidos, auténticos creyentes, a La Tapa del Obseso, la sección de Raúl Sánchez.
No quiero marear a nadie con datos, pero lo voy a hacer. La casa de papel, serie perpetrada con alevosía y abierta mala fé, es mala a rabiar. Qué les vamos a contar que no hayamos dicho ya por activa y por pasiva. Es todo un festival de equipos de operaciones especiales con menos puntería que un perro jugando al Call of Duty, conversaciones adolescentes en medio de explosiones y gente con unos reflejos al coger y devolver granadas al vuelo que ríete tú de Jack Burton.
Pero a pesar de los muchos palos no hay ninguna duda que La casa de papel sigue siendo un éxito. Pero no nos engañemos, ninguno de los integrantes del grupo culpable de la creación de la serie va a pedir perdón nunca. Y esto es así por una sencilla razón: La casa de papel no es ni representa nada a lo que no nos hayan acostumbrado ya de antes.
La casa de papel 0: House of Cards
Está feo señalar con el dedo, pero más feo es meter en La casa de papel a Miguel Angel Silvestre por la puerta de atrás y no pasa nada. Y siendo justos tenemos que recordar el infame show precursor que ha supuesto algo como House of Cards. Recordemos, la serie gafapasteada hasta el fin. Fotos en blanco y negro. Posts babeando como Kevin Spacey hasta cuando va al baño a lavarse las manos. Párrafos y párrafos llenos de letras en los que se ponen lugares comunes y que se lee el que los escribe, el que sube el artículo a interné y la novia del que lo ha escrito. ¿Y la serie? Pues empieza con el protagonista ahogando a un perrete, para que seamos conscientes de que es malo. No malo, no: maaaaalo. No maaaaalo, no, malíííííísimo. Para que el lerdo del espectador se de cuenta de que el protagonista es maaaaalo tenemos que ponerle desde el principio matando perretes. Les faltó parar la imagen en el momento y poner un letrero encima que ponga “ES MALO”.
Y qué vamos a decir de lo que nos están contando. Desde aquí defendemos, vamos a decirlo, que los creadores tienen que poder pasarse la realidad por donde les plazca. Nos parecen bien los James Bond negros, mujeres y aficionados del Atleti de Madrid. Apoyamos entuasiastamente los asgardianos chinos, los Indiana Jones de Ulan-Bator e incluso a los delantero-centro españoles en el fútbol. La historia no está escrita en piedra, las esencias son la cosa más brasa del universo y, como decía Javier Krahe, cualquier tiempo pasado fue anterior. Una vez dicho esto, cuando te pones a crear algo ese algo debería tener algo de coherencia interna. Puede inventar que existe Superman, un ser que es más fuerte que un tren y al que las balas ni le hacen cosquillas, pero no puede ser que levante montañas y que un tren no le haga nada para a los diez minutos resulte que un politoxicómano le empuje y le mueva. O, al menos, debe existir una explicación para que los poderes vengan y vayan o para que se finja que ya no es inamovible.
House of Cards es, en esto, como La Casa de Papel. Se nos cuenta el ascenso de un político teóricamente super inteligente y super manipulador y super malo cuyos planes geniales pasan por darse un puñetazo a sí mismo en una reunión con un sindicato o directamente empujar a una periodista a las vías del tren. Te imaginas a Pedro Sánchez o Isabel Díaz Ayuso yendo al metro de Madrid a empujar a Ferreras o Ana Rosa y te mueres de la risa. Pero es que incluso dentro de ese universo de gente que se está vigilando de manera obsesiva, en el que cada paso debe darse con cuidado resulta que podemos empujar a la gente a las vías del tren como si estuviéramos en La que se avecina.
La casa de papel 0.1: The Walking Dead
Pero no nos cebemos solo con House of Cards, por mucho mal que haya hecho habituándonos a mearse en sus propias reglas o estar cada cinco minutos sacando cosas que darían vergüenza ajena a un creador de novelas folletinescas medio. La casa de papel también es una evolución lógica de cosas como la serie televisiva de The Walking Dead. Ésta es la serie por excelencia de estirar el chicle, de no pasar nada, de tenerte minutos mirando la tele como las vacas miran las vías del tren. Todo para que al final pase algo para que no lo abandones y hagas cosas más útiles con tu vida como, por ejemplo, mirar el techo. Eso unido a uno de los planteles actorales más odiosos de todos los tiempos, del cual se salva el perillitas con ballesta supersexy, el que luego hizo de El Castigador y poco más. Es muy probable que los responsables del casting y del guión se propusieran de forma totalmente consciente buscar y desarrollar los personajes a los que el público desearía más la muerte. De este bella tradición es La casa de papel digna heredera, con esa Úrsula cuyo discurso interno es el mejor argumento a día de hoy para implantar la cadena perpetua en nuestro país para delitos de tortura por aburrimiento y pretenciosidad.
Cualquiera podría pensar que estas series han recibido suficientes críticas, pero nos engañemos: estas dos, La casa de papel y otras tantas van cumpliendo temporada tras temporada. Sacos de euros y dólares tras sacos de euros y dólares. Al Pueblo le encantan, le entretienen y le hacen pensar que es muy listo e intelectualmente elevado mientras ve cosas que está viendo absolutamente todo el mundo. Eso mientras, por supuesto, despreciamos a nuestros padres y abuelos por fliparlo con La que se avecina, que en España ve aún más gente pero que no es claramente menos flipada (y que está, de hecho, mejor interpretada que la media de las series de Netflix/HBO/etc).
The neverending brasa
Al final, como tantas cosas, la obsesivas críticas con La casa de papel mientras se pasa de puntillas con House of Cards, The Walking Dead o El Castigador tienen que ver con nuestros complejitos históricos y nuestra autoestima nacional de risa. Somos capaces de hacer mierdas estructuralmente tan horribles, con tanta incoherencia interna y con tanto éxito popular como los anglosajones. No somos capaces de fliparnos tanto con nuestras mierdas análogas a las suyas. Aunque sí nos seguimos flipando con las suyas. Ellos tienen mucha autoestima. Nosotros no. Y eso es todo.
Sed felices.